Una nueva excusa para vender muñequitos
El éxito del cine, como en ningún otro arte, se encuentra sujeto a lograr que quien acepte el desafío y por un rato admita como posible lo que no es más que fantasía: la fe poética de la que habló Coleridge. Si eso ocurre, es posible creer en cualquier cosa, y entonces las películas son una bendición. Pero cuando fracasan en su intento de tentar la credulidad del público, ahí el cine se convierte en un objeto inútil y sin sentido. Las películas de la saga Transformers, todas dirigidas y producidas por Michael Bay, suelen recibir una cantidad de impugnaciones y objeciones que evidencian esto: que lo que ellas cuentan no le importa a nadie, ni siquiera al propio Bay, y que todo se parece más a una excusa para vender los muñequitos de los nuevos personajes que a una película.
A pesar de la fortaleza de su diseño, la construcción cinematográfica de Transformers 4 es endeble, aunque parte de un interesante juego de oposiciones. Desde el comienzo, la película –toda la saga, en realidad– propone un ida y vuelta evidente entre lo macro y lo micro. La forma en que la disputa que sostienen en la inmensidad del universo dos bandos de robots extraterrestres (los Autobots buenos y los malvados Decepticons) acaba tomando como principal campo de batalla al perdido planeta Tierra; la hipérbole tecnológica que esos robots representan contra la omnipresente pequeñez humana; el choque entre superestructuras estatales y corporativas corruptas y conspirativas en contra de la familia, núcleo duro simbólicamente puro de la sociedad, que en este caso integran un padre viudo y sobreprotector con una hija adolescente y su novio.
El film replica esa bipolaridad hasta vaciarla de sentido, dejando en escena sólo lo obvio: un mundo partido entre buenos, malos y unos pocos conversos utilitarios. En esa obviedad formal algo perversa también cabe la ambigüedad con que Bay muestra a la hija del protagonista, machacando sobre su condición de menor de edad, pero decorándola y exhibiéndola como una magra conejita de Playboy. Porque en el fondo al director no le interesa contar una historia, sino vender iconos y estereotipos a cualquier precio y de ahí la estética publicitaria. Por eso la estructura del relato parece menos una línea de sucesión lógica que un juego en donde el orden de los factores podría alterarse de forma aleatoria y el resultado final no cambiaría demasiado. Pero el cine no es matemática y la suma de Transformers 4 tiene un resultado negativo.
También es cierto que la saga, cuya primera entrega data de 2007, es el eslabón inicial de una serie de películas que recuperan la temática de robots gigantes que popularizaran en todo el mundo series japonesas como Mazinger o Utra Siete a partir de finales de los ’60. Lo curioso es que, lejos de ser de lo mejor dentro de la tendencia que inauguran, son muy inferiores a otras como Gigantes de acero (2011, Shawn Levy) o Titanes del Pacífico (2013, Guillermo del Toro), que tal vez no existirían sin el éxito de las películas de Bay, pero a las que abajo de tanta hojalata se les siente latir un corazón que en Transformers 4 ni con un marcapaso arranca. Tratándose de aparatos, no deja de ser una paradoja. Así no hay fe poética que alcance.