Lo único que podría llamar la atención del estreno en cines de El despertar de las bestias es la actualización del instructivo que orienta a los fanáticos de las películas de los Transformers para verlas en orden cronológico. Quienes no sienten más que una simple curiosidad por esta sostenida muestra del poderío de Hollywood, en este caso adaptando al espectáculo audiovisual de gran presupuesto y tecnología de vanguardia un mundo metálico nacido con forma de juguete, no se perderán demasiado. La séptima película de la serie es un regreso al origen en el peor sentido del término.
El noble y nostálgico espíritu ochentoso que recorría la trama de Bumblebee (2018), la única película rescatable de la historia fílmica de los Transformers, quedó muy lejos. Los responsables de esta serie decidieron volver a la fórmula de las películas anteriores, llena de ruido extenuante, batallas incomprensibles entre artefactos digitales gigantescos y frases ampulosas, instaladas para cubrir baches gigantes en el desarrollo de la historia.
El trabajo de cinco guionistas tampoco consigue que los escasos personajes humanos escapen del clisé y el lugar común. Se nota mucho este déficit en el Noah Diaz de Anthony Ramos, un muchacho latino al que le cuesta encontrar trabajo (fue dado de baja en el Ejército) y conseguir dinero para los elevados gastos médicos que exige la enfermedad de su hermano menor, por lo que es forzado a ganarse el pan con delitos de poca monta. Su partenaire, Elena, es una experta museóloga ignorada por sus superiores, que aplican sobre ella toda clase de bullying. Para sumar sentimentalismo al cuadro, la acción transcurre en la degradada Brooklyn de los años 90, llena de marginalidad, sordidez y falta de futuro en sus calles.
En la mucho más sencilla y sincera Bumblebee también había jóvenes talentosos rechazados por la sociedad, pero el protagonismo del relato era de ellos y no de la maquinaria metálica que funciona aquí por acumulación, sin una sola conexión creíble entre este universo fantástico y el humano. La única lógica que se aplicó es una que en el fondo copia el conflicto básico planteado por Marvel para las batallas definitivas de los Avengers: un ente poderoso y galáctico busca un elemento que le permitirá dominar el universo con ánimo destructivo, y para conseguirlo debe enfrentarse a las fuerzas del Bien. Entre Thanos y el malvado Unicron de este relato solo hay diferencias de nombres.
La aventura, inconducente y plana, busca de prepo imponer la emoción desde la ampulosa banda sonora o previsibles golpes de efecto ya vistos una y mil veces en tanques de Hollywood mucho menos costosos. No hay más atractivo que contemplar cómo los colosales enfrentamientos entre bichos metálicos difíciles de distinguir se instalan digitalmente en bellos e imponentes escenarios naturales que van de Perú a Islandia. La presencia de Steven Spielberg como productor ejecutivo, que tenía más de un sentido en Bumblebee, aquí aparece tan fuera de lugar como casi todos los giros de la trama. Habrá que disculparlo.