El realizador alemán Christian Petzold es un verdadero artista del melodrama, un cultor y conocedor del género que se permite experimentar con él como no muchos lo han hecho. Transit, sin embargo, no es —como algunos han aseverado— un film totalmente experimental sino uno que juega con un enroque temporal que resignifica todo el tiempo lo visto. Es que Transit es una película basada en una novela de 1942 sobre la ocupación nazi en Francia, aunque está contada como si transcurriera hoy. Pero no se trata de una actualización completa. La novela sigue siendo la misma (hay fascistas ocupando Francia), pero no hay carros de la Gestapo ni cascos sino policías comunes y corrientes, taxis modernos y celulares.
La metáfora no es muy compleja que digamos: Petzold intenta mostrar cómo el trato que en la actualidad se le da a los refugiados no es muy distinto de lo que sucedía entonces, con una sociedad civil que daba la espalda a los que eran perseguidos y necesitaban protección. Pero el director de Seguridad interior, Fantasmas, Phoenix/Ave Fénix, Triángulo y Yella está lejos de plantearse hacer un docudrama político convencional sino que usa los recursos y las figuras del melodrama para contar esa especie de purgatorio en vida que fue para muchos y sigue siéndolo hoy ser un perseguido político, un refugiado, un paria social.
Transit arranca como una película de espías de los años ‘40 y al principio sorprende el choque entre los diálogos propios de una película sobre la Francia ocupada y las locaciones actuales, pero una vez que uno se acomoda al sistema —con la clásica voz en off en tercera persona propia de las adaptaciones ms afrancesadas del noir— la película se convierte en un melodrama casi clásico.
La historia, obviamente, es larga y compleja de resumir. Involucra una misión que sale mal, un hombre con una carta de asilo que no es suya para irse a México, un escritor muerto, una fuga de Paris a Marsella, un encuentro ahí con una madre y su hijo inmigrantes y, luego, con la mujer del escritor, de la que este hombre se enamora. Y mientras esperan ese papel que les permita fugarse de la Francia ocupada (curioso es también que los personajes siendo ocupados sean y hablen en alemán), las cosas y personajes se siguen complicando, con un juego de confusión de identidades, realidad y fantasía típicas tanto del género como de la obra de Petzold.
Este thriller de espías va dando paso de a poco a una película romántica que puede ligarse tanto a Casablanca como a la relectura nouvelle vague de ese tipo de cine clásico, a la Alphaville. Es un experimento conceptual en el sentido que por momentos podría parecer un film de ciencia ficción, en otros uno de época pero posmoderno tipo Bastardos sin gloria y, finalmente, un emotivo melodrama centrado en las idas y venidas de Gregg, un sobreviviente de un campo de concentración que tiene que ayudar a una pareja a escapar pero que, por las circunstancias y su propio involucramiento con los personajes, empieza a girar la rueda del destino hacia lugares inesperados.
Es, sí, una película más compleja que las anteriores del propio realizador, pero esos giros dramáticos y formales se sostienen por el peso emocional que carga el protagonista, un hombre con varios puntos de contacto con el Bogart de aquel clásico film. Si bien su aspecto no tiene nada que ver con el del galán de Hollywood, este hombre atrapado en Marsella entre el amor y el deber durante una ocupación remite emocionalmente a ese clásico personaje.
Pero Petzold no invita a la nostalgia sino que la utiliza para hacer un film conceptual y político sin dejar de buscar la emoción genuina del espectador. En el poderoso final uno ya se olvidó por completo de todas las tácticas de aplicado estudiante de la historia del cine que es el realizador alemán y se entrega al rostro del protagonista, un hombre en tránsito perpetuo pero que comprende, también, que no todo en el mundo pasa por él.