El rapto de Europa.
La última obra del director de Fénix (2015) ha sido concebida siguiendo el mismo patrón compositivo de su predecesora: una alegoría sobre la identidad tanto individual como colectiva; una reflexión sobre el pasado de Alemania que se extiende y proyecta sobre un presente; un intento de explicación de lo inexplicable (el holocausto), con el sentimiento de culpa y de su posible expiación aleteando en busca de una redención imposible.
Transit sigue operando en clave metafórica, pero el trasfondo histórico entendido como escenario, puesta en escena (esa posguerra en el Berlín devastado tras la derrota nazi), ha sido sustituido por un anacronismo distópico que se erige en el mayor acierto de la película. En cierto modo, Christian Petzold busca como fuente de inspiración cinematográfica dos géneros y dos orígenes: la crítica política de un fenómeno histórico que no se ha clausurado y que sigue latiendo en el corazón de la vieja Europa (la serpiente del fascismo) y un melodrama con los ribetes de un amor imposible.
Hay dos referentes icónicos que fluyen por las imágenes de la película del director alemán. Por un lado Alphaville (1965), de Godard. Por otro, el clásico de Michael Curtiz Casablanca (1942). Del filme de Godard, el director de En tránsito adopta su distópica puesta en escena. Mientras que los deícticos temporales que se verbalizan en las conversaciones y diálogos de los personajes están anclados en la ocupación alemana de Francia durante (supuestamente) 1940, la escenografía referencial pertenece a un presente actual, inmediato (eso sí, sin ordenadores ni teléfonos móviles, sin la incursión de la geografía digital).
Este contraste, este choque entre las palabras y sus referentes actúan como un elemento desrealizador, otorgando a la narración una clave alegórica, ucrónica y distópica, que al mismo tiempo que sorprende al espectador le inocula el virus moral y ético (desgraciadamente, la moralina), el mensaje que el director se esfuerza por explicitar: lo acaecido en ese aparente pasado remoto (los años cuarenta del siglo pasado) se está (re)produciendo (si es que alguna vez ha dejado de producirse) delante de nuestras narices. La persecución histórica sufrida por los judíos a raíz del triunfo del nazismo en Alemania se repite en nuestro presente más inmediato. Los hermanos perseguidos de los judíos son en la realidad contextual que se quiere metaforizar los magrebíes, la inmigración norteafricana.
Valga señalar que la parte de la película que se centra en la persecución individual y en la forzada huida del protagonista judío, la parte introductoria, es de lo mejor del filme. El mecanismo de supervivencia al que recurre el protagonista se remonta a la épica griega. Su única posibilidad de salvación consiste en renunciar a su propia identidad y hacer usufructo de una nueva.
Si Odiseo logra engañar al cíclope Polifemo mediante su rebautismo como Nadie, en uno de los primeros juegos de palabras, de lenguaje, de la historia de la humanidad (que se lo digan a Wittgenstein), nuestro protagonista deviene una especie de Edmond Dantès que se apropia de la personalidad de un nuevo Abate Faria: la figura de un escritor judío abandonado por su mujer y que debe alcanzar el puerto de Marsella para reencontrarse con ella y, gracias a la ayuda y hospitalidad del consulado mexicano, huir juntos de la ocupación alemana.
Marsella se erige en una especie de nueva Casablanca: ciudades fronterizas, ahítas de moral, por las que hay que transitar en aras de la libertad y de la supervivencia. Todo un juego un tanto caótico de búsquedas y desencuentros se establece entre los tres personajes, a ninguno de los cuales juzga moralmente el director. Como remedo del Café de Rick, se establece una cafetería francesa, en la que el desamparo de los tres erráticos personajes parece encontrar un pequeño respiro, un oasis.
Mientras, se suceden las visitas a los consulados mexicano y americano, sobre todo, para tratar de crear un clima, una atmósfera de opresión. Por ahí pululan una serie de personajes (un director de cine, una mujer encargada de la custodia de unos perros de unos amigos ya exilados que la han abandonado, como a sus canes) cuyo final será trágico. La contenida desesperación estalla sin caer en lo melodramático, de manera fría, casi gélida (una de las mayores virtudes del director cuando se atiene a ella: su contención, su dominio del soterrado magma emocional).
Las entrevistas con el cónsul americano le sirven al director para exhibir toda una poética de la creación, canalizada a través de nuestro protagonista en una asunción total de la máscara identitaria que ha adoptado: empieza a ejercer de escritor frente al cónsul americano. Peaje: escritor filocomunista (aunque él lo rechaza) según el cónsul que, no obstante, juzga adecuada y correcta su poética de rechazo parasitario de la experiencia vital como sustrato de las ficciones y como mecanismo de denuncia social.
En este punto del filme, el discurso verbal se ha apoderado del discurso icónico. La arribada de nuestro protagonista a Marsella coincide (después de su paso por el café mencionado) con la irrupción de una voz en off a todas luces innecesaria, superflua y entorpecedora de la marcha de la historia. Bien es cierto que dicha historia parecía atascada y que tal voz narrativa podía insuflarle brío.
Un relato que se eleva entre la mediocridad del último cine europeo y que sabe detectar los nuevos nacimientos de la bestia parda en medio de una Europa germánica y de una nueva dialéctica aparentemente identitaria y que esconde los miedos de una población que apuesta por el Brexit, por la Liga Norte, por los herederos lepenistas, por Alternativa por Alemania y por tutti quantiestán surgiendo en la vieja y añosa piel del toro blanco que raptó a Europa.