Transit

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

HOMBRE DE NINGÚN LUGAR

El fundido en negro final de Transit da paso a una gran canción. Se trata de Road to Nowhere, de Talking Heads. La inclusión es un regalo para todos aquellos que amamos a David Byrne, pero funciona también como una especie de epígrafe tardío, un flechazo irónico al corazón de una Europa atravesada por el miedo, el racismo y la exclusión. Y para contar esta historia, Christian Petzold adapta una novela de 1942 sobre la ocupación alemana en Francia pero ambientada en la actualidad, porque las fobias hacia los otros se desparraman por el viejo continente con los mismos problemas.

“Correr hacia ningún lugar” en el contexto de la canción implica avanzar en medio de la alienación que suponen las elecciones de una vida consumista, atrapada en los moldes institucionales capitalistas. En Transit, los personajes corren para sobrevivir en un presente donde escuadrones policiales hacen redradas, castigan, persiguen y expulsan. La ocupación de la que habla la película repite la historia de los nazis dentro de un contexto futurista que nunca aparece señalado más que con la violencia permanente. Ya la primera escena prepara el camino: un hombre le entrega a otro una carta, todo se maneja entre susurros y el resto es como jugar a la escondida por la vida: estar sin ser visto, ser visto sin existir, mientras “el hambre es indecible”. Luego, un quiebre argumental, una situación donde el pragmatismo, esa experiencia inevitable en tiempos de supervivencia, da lugar a una identidad prestada y a una historia romántica con ribetes fantasmales. Parece mucho, pero la puesta en escena desangelada del director hace que los movimientos constantes parezcan estáticos y que, en todo caso, la paleta de colores chillones (una marca en Petzold) invite a concentrar la mirada en los planos para explorar su propia noción de belleza en medio del horror.

El tránsito es múltiple. Está abierto al desarraigo, a las corridas para huir, pero también al intercambio de identidades, de cuerpos y de roles. Y si vamos más lejos, además, el desplazamiento es genérico ya que las acciones se desarrollan con la cáscara de un filme de espías cruzando hacia el melodrama. Y si bien es difícil lograr empatía con los personajes, especialmente con el protagonista cuyo rostro parece decirlo todo con la mirada, se trata de participar de la experiencia de no pertenecer, de ser el hombre de ningún lugar que apenas puede tomar una vida prestada, jugar a ser padre y amante sabiendo que todo ello tiene una fecha de vencimiento. Tal es la desesperación del hombre contemporáneo para Petzold, un realizador que trabaja hace años con estos cruces existenciales y que impregna de política a sus películas sin desdeñar nunca al cine.