Toda una rareza es Transit. Al menos para el espectador que no vaya a verla atento o, mejor dicho, que no esté enterado de que las acciones transcurren durante la ocupación alemana en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, pero… en el tiempo presente.
O sea que hay nazis, pero por las callecitas de París hay celulares, taxis y autos comunes al siglo XXI.
Sea por decisión imaginativa o por una sabia decisión presupuestaria (que no lo es), la nueva película de Chistian Petzold es un melodrama a la vieja usanza.
O, mejor, a los que el director de Barbara nos viene bien acostumbrando.
Y más aún, también le sirve para mostrar cómo los refugiados de hoy en día en Europa no tendrían mucho que envidiarle a los parias perseguidos en los años ’40 en Francia.
La lectura política está. Ahora, el espectador puede pasarla, no por alto porque sería casi imposible, pero sí zambullirse de lleno en la historia que reúne, como buena de espías, a una misión que no sale bien, un hombre que se hace pasar por otro para poder escapar, la mujer de éste, una fuga planeada entre París y Marsella y más.
Hay una voz en off, que cuenta el relato desde el presente -que no es ese presente que nos muestran las imágenes, así que mejor llamémosle el futuro-, sin adelantar demasiado.
El tránsito al que hace alusión el título tiene que ver con la situación de Georg, el protagonista, en términos, digamos, de visado. Pero a la vez -como toda gran película, y Transit lo es, tiene varias capas de estructura para analizar- a lo que siente este hombre atrapado entre varias situaciones, alguna de amor, otras de honor.
Como todas las películas del realizador de Seguridad interior, Ave Fénix, Triángulo y Yella, Transit se sostiene también por las actuaciones de todo su elenco. Hay rostros conocidos (Franz Rogowski, Paula Beer) Matthias Brandt) en esta propuesta algo fuera de lo común.