La tercera dimensión
Si la ficción y el documental son dos maneras de entender (y registrar) el mundo, entonces la fusión entre ambas sólo puede dar lugar a una tercera realidad, una tercera dimensión. Y es en ese terreno tan sensible como inteligente donde justamente se desplazan los tres actores-protagonistas de Tres D, Matías Ludueña, Micaela Ritacco y Lorena Cavicchia, personajes jóvenes que a su modo gestan un triángulo mientras pasan sus días en el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín.
Un triángulo más amistoso (o afectivo) que genuinamente amoroso, en tanto su historia es abordada de forma abierta, incompleta, pasajera: Matías llega al festival para filmar una serie de entrevistas con directores, y en el hotel conoce por error a la vecina de su cuarto, Lorena, con la que inicia un tibio pero prometedor flirteo. Después Matías se encontrará (también por azar) con Micaela, una amiga de afinidad cinéfila que asiste al festival atraída por la obra de José Campusano.
Los personajes de ficción (una ficción a decir verdad simulada, o documentada) le sirven a Rosendo Ruiz para poner en marcha un documental dentro de la película, con testimonios ante la cámara de realizadores y críticos como el mismo Campusano, que funciona además como un diagnóstico del cine actual, con sus problemáticas centro-periferia, Hollywood versus independencia, nuevo cine argentino, cine de festival, etc., pero también como color, como documental detrás del documental: Ruiz sondea el detrás de escena y así se lo ve al crítico Jorge García adentrarse en un pasillo de hotel, a Nicolás Prividera comiendo silencioso al fondo de un comedor, incluyendo a la vez la presencia de una productora apócrifa (Cecilia Luzana, encarnada por Maura Sajeva), personaje realmente ficticio del filme, que vaga por Cosquín como una Isabelle Huppert solitaria.
Todo ese laberinto de cajas chinescas hace de Tres D un filme modestamente complejo, bastante más ensimismado que De caravana (aquí lo popular está asordinado, en esos rateros de carnicería, en el acto patriótico en una plaza) pero igualmente arrojado hacia afuera, en este caso a las marquesinas, los jóvenes seducidos por el cine, las calles de Cosquín. Pícaro y picaresco gesto de Ruiz que permite reírse de y con el cine, y hasta coquetear con la ciencia-ficción en los anteojos símil 3D que los turistas cinéfilos usan para refugiarse de los vientos solares: accesorio y pasaje directo a la tercera dimensión, ahí donde el cine se reinventa en el deseo -siempre impredecible- de la juventud.