Antes del crepúsculo
“El fracaso es un paroxismo de la lucidez”, dice Emil Cioran. Bien podría ser el aforismo que sintetice el epílogo de Tres deseos, la opera prima de Trotta (Legado) y Vivian Imar, un drama discreto e intimista sobre la disolución del vínculo amoroso de un matrimonio de ocho años. La sentencia del filósofo rumano es precisamente lo que conquista dolorosamente en su conciencia uno de los personajes. Clarividencia de saber y poder decidir cómo conjurar a tiempo la pestilencia que sobreviene al desencanto amoroso.
Tres deseos transcurre en Colonia de Sacramento, Uruguay. Es el lugar elegido por Vicky (Florencia Raggi) y Pablo (Antonio Birabent) para pasar un fin de semana, que coincide con el cumpleaños de ella (de allí uno de los sentidos del título del filme). Él, arquitecto, aunque dirige la fábrica de su padre; ella, diseñadora de ropa, inspirada en modelos de viejas películas, y quizás una cineasta frustrada. Es un viaje con agenda secreta: restituir la pareja, lo que explica por qué su hija ha quedado en Buenos Aires bajo el cuidado de sus abuelos maternos. Un hotel 5 estrellas y un lugar casi paradisíaco es un escenario de reparación. Pero el bienestar económico no garantiza bienestar amoroso.
Tras un forzado monólogo existencial, Pablo, que fuma como si se tratara de un deporte oral, se enoja con Vicky y se va a caminar solo. Por azar o por predestinación (del guión) se encuentra con una ex novia, Ana (Julieta Cardinali), que acaba de separarse y se ha tomado unos días. Es un reencuentro y una nueva promesa. Vicky, Ana y Pablo, tres sujetos, tres deseos.
En un pasaje, Vicky cita sin nombrar a Bleu de Kieslowski. Es una confesión estética de los realizadores y un deseo mimético. Por momentos, Tres deseos consigue enrarecer su registro como ocurre a veces en la trilogía del polaco. Los raccords (la continuidad) de las escenas desafían la lógica, los horarios internos de la película son laxos, la concepción sonora tiende a lo experimental e irrumpe sobre lo visual.
Este filón experimental no siempre se entreteje bien con la voluntad narrativa, que, en las escenas entre Ana y Pablo, remite a Antes del atardecer, de Richard Linklater: caminar y conversar funciona como un método de indagación sobre el yo y sus deseos, aunque aquí los diálogos carecen de la perspicacia pop y filosófica del filme citado.
Formalmente inquieta y narrativamente despareja, Tres deseos no deja de ser un debut promisorio. Su propensión a la solemnidad y al lugar común rivaliza con el poder de sus imágenes.
Para quienes disfrutan de dramas intimistas.
Una virtud: su veta experimental.
Un pecado: el desnivel entre los intérpretes.