Un jabalí cazado y luego desollado en primer plano, peleas brutales, golpizas, sexo básico sin amor ni cariño, tensión entre argentinos y chilenos, una naturaleza salvaje que “se toma revancha” de la tala indiscriminada de árboles y otros abusos con incendios e inundaciones, masculinidad tóxica, trash metal al palo (por ahí suenan Malón, Horcas y otras composiciones especialmente concebidas para la ocasión)...
Y, en medio de ese contexto sórdido y ominoso, los tres hermanos del título, seres primitivos y disfuncionales por donde se los mire, afectos a todo tipo de excesos con las drogas y los puños, que nunca se han recuperado de los traumas familiares y (sobre)viven en un universo que -desde lo climático y la falta de oportunidades- resulta siempre hostil.
Hipnótico en su entramado visual y sonoro, un poco subrayado en su exposición de un estado de violencia siempre latente que inevitablemente desemboca en explosiones de sangre y vísceras, el segundo largometraje del director de Zanjas (y segunda entrega de lo que Francisco Joaquín Paparella ha definido como “Trilogía del Río”) tiene una intensidad, una tensión y varios momentos de indudable potencia dramática y formal. Hay allí talento y hay también un universo con sus códigos propios, con el que a la distancia y desde cierta “corrección política” cuesta indentificarse y más aún empatizar.
Cine visceral, crudo y desgarrador, con una relación con la naturaleza que remite por momentos al clásico Deliverance: La violencia está en nosotros, de John Boorman; y -más acá- a El aura, de Fabián Bielinsky; o El invierno, de Emiliano Torres, Tres hermanos resulta, más allá de cierta falta de sutilezas, pero sobre todo a partir de sus evidentes hallazgos, un muy buen segundo paso para un realizador que se expone, que arriesga, que va al frente sin medir consecuencias como Paparella.