Viejos, gruñones y armados al por mayor
Un trío de ex muchachos de avería vuelve a reunirse, con intereses encontrados. Tanto como que a uno le encargaron, por ejemplo, asesinar al otro. Nueva “comedia geriátrica”, esa bolsa de trabajo para viejas glorias de la actuación.
Se la llama “comedia geriátrica” y tal vez se trate, más que de un género cinematográfico, de una bolsa de trabajo para grandes glorias de la actuación. Jack Lemmon y Walter Matthau, en Dos viejos gruñones (1993). Clint Eastwood, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland y el gran James Garner, en Jinetes del espacio (2000). Jack Nicholson y Morgan Freeman, en Antes de partir (2007). Maggie Smith, Judi Dench, Tom Wilkinson y Bill Nighy en la reciente El exótico Hotel Marigold (2012). Ahora les toca el turno a Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin. Cae de maduro (con perdón por la expresión) que, siendo la edad todo un tema, el motivo de la última misión y el del regreso y despedida tienen que preponderar en esta corriente de películas. Es lo que sucede en Tres tipos duros, donde un trío de ex muchachos de avería vuelve a reunirse, con intereses digamos que encontrados. Como que a uno le encargaron... eh... asesinar al otro.
“No se te ve muy bien”, le dice Doc (Walken) a Val (Pacino), cuando lo va a buscar a la salida de la prisión. “Bueno, a vos parece como si se te hubiera caído la cara”, retruca el otro, no sin razón. Allá lejos y hace tiempo, Doc era el especialista en abrir cerraduras. Val, el hombre de acción. Falta el chofer, que ya va a aparecer, pasada la mitad del metraje. Se trata de Hirsch (Alan Arkin), a quien los otros dos van a rescatar literalmente del geriátrico, con intención de concretar el nunca bien ponderado “último plan”. Pero sucede que cierto temible mafioso llamado Claphands (el igualmente notable Mike Margolis, conocido sobre todo como sádico asesino de Scarface o gurú judío de Pi) lo tiene agarrado de... digamos que lo tiene bien agarrado a Doc, a quien le pidió uno de esos “favores que no pueden rechazarse”, para decirlo en términos Corleone. ¿O no fue acaso alguna vez Pacino Michael Corleone? Antes de pasar 28 años en prisión, Val dejó sin hijo a Claphands, y ahora Claphands quiere dejar sin Val a Val. Doc es el encargado de hacerlo.
Vista con más amabilidad, la razón de ser de la comedia geriátrica tal vez sea, en verdad, el simple y bello placer de volver a ver en escena a esos tipos tan queridos. Así que es cuestión de arrellanarse en la butaca y disfrutar de las cargadas mutuas, el juego de oposiciones: la altura de Walken, el escaso metraje de Pacino; la explosividad de este último y la infinita tristeza del otro; el empilche cuasi menemista de Val y la sencillez de jubilado de Doc. Disfrutar, claro, de las largas conversaciones, que en manos de Tarantino hubieran sido perladas y aquí son... largas conversaciones. Sostenidas por dos tipos que desde hace siglos saben de memoria qué significa “estar en escena”. Tres tipos: falta Alan Arkin.
Los tres hacen de sí mismos. Pacino gesticula mucho y habla fuerte y cascado. Walken parece un vampiro viejo (desde hace más de veinte años que parece un vampiro). Arkin luce jovial y tristón al mismo tiempo. Alrededor de esas tres presencias, el guión escande fórmulas (la tristeza de Doc por su larga separación de hija y nieta; la obvia inminencia de un reencuentro) y gruesas costuras (la enfermera que atiende a un Val que se pasó de Viagra resulta ser la hija del tercer compinche; la camarera que atiende a Val y Doc resulta ser... bueno, se supone que esto no debe revelarse, aunque cualquiera se dé cuenta).
Secundario de esos que uno vio en un montón de películas y series (comedias, sobre todo) sin saber cómo se llama, en su segundo trabajo como realizador, Fisher Stevens hace básicamente eso: trabajar. Ponerse detrás de cámara como quien se pone el overall. Lo más divertido de Tres tipos duros son seguramente las tres visitas al burdel capitaneado por la muy simpática Lucy Punch (la call girl semianalfabeta de Conocerás al hombre de tus sueños), con Pacino bajándose un frasco de Viagra y Arkin revelando insospechadas dotes amatorias. Lo peor, el maldito amor de los yanquis por las armas, que hace que todo resulte chupado por una suerte de aspiradora argumental que lleva fatalmente a un final con sangre y fuego. Final destinado a convertir a los tres simpáticos viejitos en la clase de feroces justicieros en los que al público de allá le gusta reflejarse.