Tres

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Escenas de la vida conyugal y posmoderna

Tom Tykwer, tal vez el más hollywoodense de los cineastas alemanes, estrenó en 2010, antes de meterse a filmar la reciente “Cloud Atlas” junto a los hermanos Wachowski, Tres (Drei), una película alemanísima en su formato, estética, contenidos, temáticas y estilos. Casi tres años después, sin mucha justificación de la demora, llega a las pantallas argentinas.

De a tres

El tema ya ha sido tratado por el cine: un trío romántico/sexual de dos hombres y una mujer, que implica una dimensión homo/bisexual que sostenga la plena unión de a tres. En este caso, la historia comienza como un “dos más uno”: Hanna y Simon son una pareja en sus tempranos 40, todavía joven pero con 20 años de convivencia (aunque sin casarse). No tienen hijos (Simon dice que uno de los dos es estéril, pero en un repaso semificticio de sus vidas Simon habla de “abortos espontáneos”; una de varias ambigüedades). Ella está en el mundo del arte y la cultura (conduce un programa de televisión) e integra un comité de bioética, donde conocerá a Adam, un experto en fecundación in vitro y desarrollo de células madre. Por su parte, Simon construye para artistas que hacen obras monumentales.

Ambos son cultos, liberados, muy “europeos”, aunque a veces demasiado (cuando parecen necesitar del otro y el otro está haciendo la suya); pero esencialmente se aman. Simon sufre la muerte de su madre por cáncer y se sobrepone a un tumor él mismo. También él conocerá a Adam, descubriendo una faceta de sí mismo que desconocía. Evitando los maniqueísmos, el aparentemente inexpresivo y despojado Adam es un personaje tridimensional: de hecho tiene un hijo, la deuda pendiente de la pareja (o al menos de la mitad de la pareja, como se verá), y una insatisfacción afectiva crónica, desafiada por las circunstancias a vivir.

Recursos

Como es de esperar, en algún momento las cartas se tendrán que poner sobre la mesa y el “dos más uno” tendrá que resolverse en trío o en tres unidades. Pero si hacia el final el relato se torna relativamente previsible, lo ingenioso de Tykwer está en la puesta general: apertura con danza contemporánea (que preanuncia el relato), pantalla dividida, planos abiertos combinados con planos cerrados con cámara en mano (según la necesidad); “fantasmas” que se presentan como angelitos alados (¿un toque kitsch?); ensoñaciones como representaciones de películas en blanco y negro, que por cierto se cruzan con imágenes de viejas películas reales.

Porque el mundo de Hanna y Simon es la versión “deustche style” de los “BoBos” (Bohemian-Bourgeois) de Woody Allen: viven entre cuadros, instalaciones con música contemporánea, un teatro más bien expresionista bien germánico (recordar las obras en “Las vidas de los otros”, o la puesta de “La visita de la vieja dama” en “La ola”). Y allí están las citas de Hermann Hesse, de Erich Fromm, “el legado alemán de posguerra”.

Por su parte, Adam es de alguna manera su contrapunto: científico “duro”, con su casa sin muebles (y sin libros, dirá Hanna), es fanático del fútbol y de navegar, aunque despunta el vicio en un coro: al fin de cuentas, la música (y el canto, la música con el cuerpo) es un arte tan performativo como el deporte, y quizás todo esto sea la representación de Tykwer de la vitalidad que Adam aporta a las vidas de la pareja en la que se terminará “colando”.

Vidas fluidas

Todo esto ambientado en la Berlín que combina las antiguas fachadas con los edificios de vidrio y acero; los ambientes cálidos con los minimalistas y vacíos, y con los lugares peculiares como la piscina tubular climatizada pero con salida al exterior, que devendrá escenario privilegiado.

En esos ámbitos las cosas se desarrollan con pasmosa naturalidad: el sexo en variadas acepciones y posturas, la infidelidad, la extirpación de un testículo en cámara, la desconexión de un paciente terminal, los ácidos comentarios sobre la pareja, una salida fuera de agenda. Los personajes de Tykwer “fluyen” por la vida, hasta enfrentar una situación fuera de lo común, un “experimento crucial”, que los desafiará a ver si pueden seguir fluyendo: el final dirá lo suyo.

El director se apoya en la algo fría fotografía de Frank Griebe para narrar todo esto, aplicando la multiplicidad de recursos antes mencionados. Pero nada podría hacer sin su triunvirato de actores: la híperexpresiva Sophie Rois como Hanna, el fresco Sebastian Schipper en el complejo rol de Simon, y el siempre sonriente y algo aniñado Devid Striesow como Adam, el desprejuiciado que también encuentra lo suyo en esta conjunción cósmica.

En el medio de todo habrá alegrías, tristezas y situaciones cómicas (incluso de esas que lo son para el espectador pero no para los personajes)... casi como en la vida misma.