Un poco de pop de autoayuda
En Trolls, el discurso de la felicidad por la felicidad cruza la línea del cinismo.
DreamWorks siempre buscó diferenciarse de Pixar sustituyendo inteligencia por cancherismo. Desde Shrek en adelante, cada película de estos estudios animados tuvo un sello cool, una picardía sobradora, muchos guiños de actualidad y una tendencia al grotesco.
Pixar, en contrapunto, maneja sentimientos universales, posee la inteligencia emocional apropiada para crear fábulas que trascienden la anécdota. Wall-E, la trilogía de Toy Story, Buscando a Nemo, Up, por citar las más logradas, conmueven a un público amplio. Son películas que diluyen su mote de cine infantil, logrando que un adulto anhele verlas aún sin niños para llevar.
Con DreamWorks sucede lo inverso: el marketing arrastra a los niños que arrastran a los adultos. Los creativos lo reconocen, saben que jamás lograrán la pureza de Pixar, así que proponen otro estilo de películas en donde se lobotomiza al menor con dosis incoherentes de acción y comedia mientras se le arroja al mayor algún chiste encriptado, algo que establezca complicidad y no compromiso dramático.
Trolls, esta película inspirada en los muñecos de Thomas Dam (con guion de Jonathan Aibel, Glenn Berger, Erica Rivinoja), es el ejemplo más acabado de los vicios y desprolijidades del estudio: ningún personaje tiene relieve y todo se reduce al cálculo piola.
El filme sobreexcita al espectador con un torbellino lisérgico.
Los colores se vomitan sobre los escenarios porque sí, para crear shocks de alegría. Si uno recuerda películas rozagantes de formas y texturas como Lluvia de Hamburguesas 1 y 2, o la magistral Intensa-Mente, entiende cómo una ingeniería visual saturada puede gozar de elegancia y establecer un orden interno.
Además de ausencia de creatividad en el entorno de los trolls, la historia se va resquebrajando progresivamente, como una laguna congelada, hasta colapsar en el desenlace más inverosímil.
Sin vuelta
El relato del filme acompaña a Poppy y Ramón al rescate de un grupo de trolls capturados por unos ogros llamados bertenos, que creen acceder a la felicidad comiéndose a estos bichos de pelo fosforescente. Poppy es eufórica; Ramón es apático. A medida que se escabullen de los bertenos, se hacen transfusiones anímicas para balancearse, pero este intento de yin y yang resulta una total hipocresía.
En Trolls, el discurso de la felicidad por la felicidad cruza la línea del cinismo.
Los agobios de una cultura miserable se resuelven, literalmente, con música pop y córeos de baile. Aquí el bienestar se concibe como una magia inmediata muy similar a lo que promete una pastilla de éxtasis. En definitiva, lo mismo que proponían los bertenos en el arranque del filme.