Rebelión en el videogame
La capacidad de imaginar un mundo virtual completamente distinto al mundo real es uno de los imanes más poderosos de esta superproducción de Disney. Toda la fuerza de su fantasía 3D está concentrada en el diseño de ese universo alojado en las entrañas de un videogame. Por más que ya nada sorprenda en materia de tecnología, siempre queda una reserva de maravilla disponible para cuando la ocasión lo requiera. Y Tron, el legado es una de esas ocasiones.
Más que una película se trata de una experiencia. La proyección es solo una fase de la propuesta, que se ramifica en juegos, concursos, foros y diversas actividades en Internet, más libros, música (impecable e implacable de Daft Punk), y una lista de artículos que van desde objetos de merchandising masivo hasta lujosos fetiches de diseño. Así, ese mundo virtual, frío y siniestro, dominado por líneas de luz fosforescentes y espacios oscuros, emerge desde el otro lado de la pantalla y se vuelve tangible en el mundo real.
De todos modos, Tron no deja de ser un sólido producto audiovisual, con una historia adentro, sostenida más por el impulso de las acciones que por la situación dramática inicial: un hijo que busca a su padre desaparecido. Hay que recordar, aunque no es imprescindible para entender la película, que se trata de una secuela. Ese padre desaparecido es el programador Kevin Flynn (Jeff Bridges) que quedó atrapado en su propia creación: la Grid, la matriz cuadriculada de su universo digital. Allí debe entrar su hijo Sam (Garrett Hedlund) para rescatarlo. Los programas se han rebelado contra su creador y han generado una especie de estado fascista virtual, en el que las personas de carne y hueso, los usuarios, son rechazadas y tratadas despectivamente por las criaturas digitales. En inglés, el término “users” (usuarios), pronunciado con cierto énfasis, suena como “losers” (perdedores). Esa filosofía de exclusión domina la Grid.
Planteada con la estructura de un videogame, es decir, como una serie de obstáculos que el héroe-jugador debe superar para cumplir su objetivo, por momentos la historia padre-hijo resulta un lastre, una carga difícil de mantener en equilibrio. Pese al talento de Jeff Bridges y al carisma de Hedlund, esa corriente de electricidad emocional que se supone que debe correr entre un hijo y un padre ausente durante 25 años no se manifiesta más que en algunos chispazos ocasionales.
De alguna manera los guionistas intuyeron que la cosa no funcionaba por ese lado, porque le dan cuerda a otra relación menos conflictiva: la de Sam con Quorra (Olivia Wilde), la bella guerrera que el veterano programador ha diseñado para su protección personal. ¿Cómo se enamoran un hombre de carne y hueso y una mujer de chips y bits? La incógnita no es uno de los atractivos menores de Tron.
Pero lo que sin dudas queda grabado en las retinas es la perfecta fusión de los efectos especiales con el ambiente del interior de un videogame, donde rigen otras leyes físicas y morales. Las carreras de las motos de luz y los combates son verdadera poesía visual: fuegos artificiales, vivas constelaciones en movimiento.