Mundo virtual, emoción nula
Suerte de remake arropada como secuela, Tron: El legado (Tron: Legacy, 2010) retoma la temática y la forma del clásico de culto de Disney de 1982, Tron. Pero no lo hace de la mejor forma: la seriedad impostada y la solemnidad con que trata una premisa básica (un conflicto padre–hijo) y un metraje que se estira como chicle en zapatilla hacen de la ópera prima de Joseph Kosinski una película fallida. Y con ganas.
El punto cero de la historia es 1989, cuando Kevin Flynn (un Jeff Bridges noventoso, obra y gracia de la tecnología digital) le cuenta a su hijo (Garrett Hedlund) los enormes avances tecnológicos que ha hecho con su Encom Company: encontró La grilla y está seguro que revolucionará el mundo. Una noche se va para no volver, dejando al pequeño Sam a cargo de sus abuelos. Casi 20 años después, mientras el ya adulto primogénito investiga una señal supuestamente enviada desde el bíper de Kevin a su socio, encuentra el portal de ingreso a una realidad virtual. Y da con la verdad: su padre no está muerto, está atrapado.
Da la sensación que los ejecutivos de Disney debían montar un dispositivo cinematográfico con el único fin de contener los chiches visuales del metamundo virtual. Por momentos Tron: Legado es eso: un serie de viñetas-escenas de acción discordantes entre sí, encastradas una tras otra por mero capricho del director. Y lo peor es la absoluta dispensabilidad entre una y su inmediata seguidora. Bien vale la siguiente prueba: imagine la trama sin las peleas en el esa burbuja vidriada, o el duelo en moto que transcurre en esa arena pública recortada a su cuarta parte, y el producto será el mismo. Con menos estímulos visuales, sí, pero el mismo.
Este argumento es rebatible aduciendo que ésa bien puede ser una característica casi germinal de las películas de acción: la acción por la acción misma. Pero si, por citar un ejemplo, en Misión imposible II (Mission: Impossible II, 2000) la persecución en dos ruedas genera una ansiedad casi nociva esperando más y más incoherencia e inverosímil, aquí es un loop repetitivo de muertes y evaporaciones: mucho 0 y 1, mucha CGI, pero de emoción y adrenalina, bien gracias.
Si las escenas de acción son caprichosas, el mínimo hilo que las interconecta carga el lastre de creerse trascendental y epifánico. Como en la trilogía Matrix, Tron: El legado se vuelve seria y pavota en sus pretensiones de filosofar, evangelizar y ensayar una opinión del mundo con herramientas demasiado pobres no sólo desde lo visual, también desde lo ideológico: el cine ha evolucionado demasiado en 120 años como para insistir con la inclusión de soliloquios escupe-verdades-absolutas que, encimas, resultan pacatos. Bajo la fanfarria audiovisual de Tron: Legado está el minúsculo conflicto de padre e hijo. Minúsculo no por el conflicto en sí sino por el tratamiento superfluo y casi banal que le toca en suerte (o en desgracia). Kosinski no puede o simplemente no quiere darse cuenta de eso, y deja que las escenas se estiren hasta el hartazgo.
Y en medio de toda esa perorata e ingeniería digital está el enorme Jeff Bridges y su cara de oso cansado, su barba cana y tupida como signo inequívoco de sabiduría y experiencia. El parece ser el único que por momentos no se toma demasiado en serio el asunto y que sabe que está en medio de un cosmos absolutamente inverosímil. Es un mundo que felizmente sólo existe en una realidad virtual.