Lo que vendrá viene de los años ’80
Aunque no está a la altura del original en cuanto a visión de futuro, la nueva Tron propone una aventura cibernética en la cual los efectos 3-D parecen bastante más orgánicos y justificados que en la mayoría de la producción de Hollywood al uso.
Allá lejos y hace tiempo, por 1982, la Disney dio a luz un producto por demás extraño a la compañía, una película de ciencia-ficción titulada Tron, que no estaba necesariamente pensada para el público infantil y que utilizó por primera vez (al menos en forma extensiva) imágenes generadas por computadora, aquello que luego Hollywood llamaría por sus siglas en inglés, CGI. Pese a la novedad, la película ni siquiera fue nominada al Oscar en el rubro efectos especiales, lo cual puede dar una idea del ninguneo que sufrió no sólo por parte de la industria sino también del público, que en ese momento le dio la espalda.
Pero con el tiempo, aquel Tron –que en una época en que ni se soñaba con la existencia de Internet ya manejaba una jerga informática que luego sería moneda frecuente– pasó a convertirse en un film de culto, no sólo porque era difícil de ver (Disney lo tuvo descatalogado por años) sino también porque generaciones posteriores reivindicaron su carácter anticipatorio, tanto en sus rubros técnicos como conceptuales. Toda la idea de inmersión e interacción con un mundo virtual, a la manera de Second Life, ya estaba, por ejemplo, en el Tron 1.0. ¿Qué mejor entonces para Disney que crear una continuación, con todo lo que la tecnología de hoy puede comprar? Esa secuela se llama Tron: Legacy y aunque no está a la altura del original en cuanto a visión de futuro, porque descansa en la misma imaginería creada casi treinta años atrás, la actualiza visualmente y arma una aventura cibernética en la cual los efectos 3-D parecen bastante más orgánicos y justificados que en la mayoría de la producción de Hollywood al uso.
La película dirigida por el debutante Joseph Kosinski y escrita por un ejército de guionistas a partir de los personajes creados por el realizador primigenio, Steven Lisberger, tiene la ventaja de contar con el protagonista original, el gran Jeff Bridges, que después de años de sube y baja parece estar en su apogeo (viene de ganar el Oscar por Loco corazón y está a punto de estrenar la remake de Temple de acero, de los hermanos Coen, en el mismo personaje que le valió la estatuilla a John Wayne). El asunto es que Bridges vuelve aquí por partida doble: no sólo interpreta nuevamente al mago informático Kevin Flynn, que se había perdido en su propio mundo virtual, sino también –gracias al CGI, capaz de hacer unos milagros de rejuvenecimiento que harían las delicias de Mirtha Legrand– a su maligno avatar Clu, siempre joven y lozano, que ahora ha tomado el control de ese ciberespacio paralelo y retiene al viejo Kevin como prisionero. No sea cosa de que el genio pueda escapar de su botella y volver a convertirse otra vez, desde una pantalla y un teclado, en el amo deseoso de pulsar el botón de “delete”.
El asunto es que quien viene a rescatar a Kevin de su prisión digital es nada menos que su hijo Sam (el hierático Garrett Hedlund), resentido por haber crecido sin su padre a la vista, pero dispuesto a luchar por sus ideales, que ahora venimos a descubrir –un poco tarde– que son los del software libre. Sucede que mientras Kevin pensaba como Richard Stallman y los predicadores del copyleft, en su empresa aprovecharon su larga ausencia para sacar rédito de sus creaciones y seguir al pie de la letra las lecciones de Bill Gates: gratis, nada. (Algo no muy distinto, por cierto, a lo que piensa la propia Disney, que con este Tron: Legacy piensa volver a llenar sus arcas no sólo con el relanzamiento en dvd del film original sino con toda una serie de videojuegos inspirados en la nueva película, que nadie podrá disfrutar si no es pagando la licencia correspondiente, claro.)
A diferencia del film original, que debía conformarse con lo que podía hacerse por aquella época (que no era poco, por cierto), este Tron: Legacy apuesta casi todas sus fichas al diseño de producción digital, creando dentro de ese videojuego un mundo propio, onda disco, hecho de neones, luces estroboscópicas y bodysuits de látex negro o fluorescente, especialmente pensados para el lucimiento de las chicas del elenco (la morocha Olivia Wilde, la rubia Beau Garrett, una buena y otra mala, claro). ¿La mejor escena? La primera batalla de Sam dentro del juego creado por su padre, en la que los “programas”, en un remedo de circo romano, quieren que corra la sangre de un “usuario”. ¿La más berreta? Kevin/Bridges meditando como una suerte de Yoda en su palacio kitsch de cristal. ¿La más bizarra? Aquella en la que Michael Sheen (el David Frost de Frost/Nixon) encarna a una estrella de la noche que parece salida del universo glam de David Bowie en su período Ziggy Stardust.