El cine en la era digital
El año que termina será recordado tal vez por la consolidación definitiva del cine digital, quizás el inicio de una nueva era en la historia del séptimo arte, como pomposamente se empezó a insinuar hace casi doce meses con el estreno de Avatar (31 de diciembre de 2009). Ese futuro tan esperado por muchos ya está aquí, y la mayoría de los grandes tanques norteamericanos estrenados este año tienen al menos dos características en común: han apostado todo al 3-D, la nueva tecnología que parece ser la salvación de la industria, y en gran parte fueron confeccionados en alguna computadora. El cine (o al menos este tipo de cine) puede haber dejado de tener relación con el mundo real, acaso la característica que no hace mucho definía su naturaleza, pero aún no está claro qué se viene a proponer en su lugar.
Acaso el cierre simbólicamente perfecto del año tiene ahora lugar con el estreno de Tron: el legado, especie de remake y secuela al mismo tiempo de un viejo clásico de la Disney del año ´82, aparentemente menospreciado en su momento, pero hoy convertido en un filme de culto por la asombrosa capacidad anticipatoria que tuvo. No sólo porque se trató de una película pionera en la creación de efectos especiales generados por computadora, sino porque anticipó también los dilemas que enfrenta el hombre en la era digital: la absorción de la vida y hasta del mundo por parte de esa realidad virtual que tiene tan poco de real, pero cuya imposición parece hoy definitiva. ¿Qué tenía para decir la nueva versión de este clásico ochentoso? ¿Cuál era su justificativo, cuál su significado para el cine actual? Acaso no haya que bucear mucho para encontrar respuestas: Tron, el legado, es en primer término un gran negocio para la Disney, que se extenderá en infinidad de negocios paralelos; pero cuyos alcances en nuestro mundo serán muy distintos. Porque Tron es sobre todo un paso más en la consolidación de este cine abstracto, desvinculado ya de su conexión originaria con el mundo, aunque no lo suficiente como para evitar referirse a él. Acaso de aquí nazca su problema principal, el inicio de sus contradicciones: como Avatar o Matrix (o tantos otros), Tron es un filme que se construye con las mismas armas que pretende combatir; es una película que se pretende antisistémica y rebelde, pero que pertenece a una corporación como la Disney…, una obra que propone la destrucción del mundo virtual pero que está confeccionada con sus mismas herramientas, e incluso de allí extrae su encanto. Es, en definitiva, una película extraviada, que sólo adquiere cierto sentido en aquellos momentos donde la tecnología muestra toda su potencialidad, y donde el espectador queda subyugado ante una ola de estímulos visuales y sensoriales que no permiten otro tipo de recepción más que el asombro, o quizás el aturdimiento. Psicológicamente elemental, en la tradición familiar de los productos Disney, Tron tiene en su centro un planteo edípico elemental: su protagonista es Sam Flyn (Garrett Hedlund), el hijo del programador Kevin Flyn (Jeff Bridges), personaje principal de la primera entrega, que ha quedado atrapado en su propia invención, un videojuego convertido en un mundo virtual dominado por un software dictatorial llamado Clue, especie de avatar de Flyn (protagonizado también por Bridges, artificiosamente rejuvenecido), que pretende destruir todo rastro de la vida humana, incluido a su propio creador. Lo cierto es que Sam entrará a esa especie de matrix llena de luces de neón, y descubrirá que su padre vive recluido cual monje zen, resguardando sus secretos de su oponente, que aspira a entrar al mundo real. Y por supuesto ambos emprenderán una cruzada libertaria que incluye a una bella joven (Olivia Wilde), supuesta nueva forma de vida, última espécimen de una especie masacrada por Clue.
Solemne y banal, Tron irá perdiendo rápidamente consistencia a medida que avance el metraje, y el único interés pasará por captar ése mundo de diseño digital, lleno de luces fosforescentes y trajes de neoprene, que en algunas ocasiones entregará cierta emoción a partir de sus estímulos visuales, aunque a ciencia cierta haya una batalla excluyente: la primera, con aquellas famosas motos que en sus trayectos dejan haces mortales de luz. Sí vale reconocer que el uso del 3-D se desmarca a veces de la mediocridad dominante en estos tipos de productos, y por momentos el recurso se extiende a todo el plano cinematográfico, insinuando quizás que sus posibilidades están recién por descubrirse.
Por Martín Ipa