La crítica de cine en general, pero más todavía la argentina, tiene problemas con el cine bélico estadounidense, sobre todo con los soldados patriotas que viajan a otros países. Malas noticias para ellos: Tropa de héroes trata justamente sobre eso, sobre un puñado de soldados estadounidenses que viajan a Afganistán después del atentado contra las Torres Gemelas para ponerse en contacto con un líder de la zona y reforzar el combate contra los talibanes. La anécdota es demasiado buena: la misión de los tipos es servir de apoyo a los rebeldes proveyéndoles con ataques aéreos que diezman a los enemigos y dejan todo servido para un remate final rápido y económico. La tarea consiste en acercarse lo más que se pueda a la posición rival, obtener las coordenadas exactas del lugar y pedir el bombardeo. El tema mismo de la película son las explosiones y su producción, pero hablamos de explosiones precisas, coordinadas, quirúrgicas. La guerra como un asunto de laboratorio.
La premisa es tan fascinante como poco cinematográfica: nada más alejado de la épica de la película bélica que esos cálculos sigilosos. El trabajo de Nicolai Fuglsig, entonces, consiste nada menos que en tomar esos materiales e imbuirlos con el nervio del relato agregando dificultades técnicas y errores humanos, o sea, sumando excusas para filmar enfrentamientos, actos de heroísmo y camaradería entre soldados..
La cosa sale más o menos. La película no narra particularmente bien: tiene a un montón de personajes poco o mal caracterizados de los que apenas se distinguen dos o tres. En ese puñado, a su vez, se percibe un desbalance actoral evidente: la dupla de Chris Hemsworth y Michael Shannon es imposible, no funciona nunca. Hemsworth tiene una presencia cinematográfica, eso es indudable, pero cuando habla o gesticula arruina todo: no sabe moverse o volver creíble ninguna línea de diálogo, cree que el drama de un soldado novato se resuelve agarrándose la cabeza o poniendo cara de compungido. Shannon, en cambio, es un monstruo, el hombre puede decir cualquier cosa e imprimirle una carga afectiva increíble, ya sea que se despida de su familia como cuando padece un dolor de espalda que lo deja postrado en plena misión. La película es perfectamente consciente de este desfase y por eso realiza notables esfuerzos para mantener a los dos personajes separados. Cuando están juntos, a su vez, Fuglsig hace todo lo que puede para neutralizar a Shannon: el dolor de espalda y la herida posterior parecen menos una concesión a los hechos en los que se basa la película que un recurso narrativo para mantener a Hemsworth en su lugar de protagonista.
A eso se le suma una monotonía visual asfixiante. La película es toda gris, todo el tiempo, tanto de día como de noche. Gris como las montañas y la tierra, como si la imagen, en vez de explotar las propiedades naturales del lugar, hubiera sido dominada por el paisaje. Al director tampoco le va mucho mejor con las batallas: todas son más o menos parecidas, un amasijo de soldados, talibanes y polvo. La única excepción es el encuentro final, bastante logrado, cuando los protagonistas se enfrentan a un camión que dispara misiles sin parar y los tipos cargan contra los talibanes arriba de caballos esquivando tiros, misiles y tanques. Ese último tramo tiene una potencia evidente, pero tarda demasiado en llegar, más si se tiene en cuenta que el afiche y el avance vendían con insistencia la imagen prometedora de soldados haciendo la guerra a caballo en pleno desierto. El resultado es más bien pobre, una cosa a medio camino entre la espectacularidad del cine bélico tradicional y el interés por describir la materialidad de un mundo con sus procedimientos, es decir, ni Spielberg, de un lado, ni Peter Berg o Kathryn Bigelow, del otro. ¿Se imaginan qué cosa impresionante sería una película de Berg o Bigelow dedicada a mostrar el trabajo frío y repetitivo de soldados cuyo único trabajo consiste en trazar coordenadas y pedir ataques aéreos devastadores?