La gente se despide como puede
Mi viejo empezó a sentir una especie de calambre permanente a fines de mayo del 2011. Ya a principios de junio le detectaron un cáncer de pulmón con metástasis en el cerebro. El 25 de julio falleció. En el medio, un poco con plena consciencia y otro poco de forma prácticamente inconsciente, trató de cerrar sus cuentas pendientes: se juntó con amigos a los que hacía rato largo no veía; intentó acomodar los respectivos vínculos con sus hijos; buscó en la medida de lo posible preparar a su madre para lo que venía. Algunas cosas le salieron mejor que otras, determinados procesos los completó y otros no, tomó algunas decisiones pensando en los demás y otras sólo en sí mismo. Su cuerpo sólo acompañó un tiempo corto, pero en el momento final le concedió en cierta forma lo que deseaba: murió durmiendo, sin haber sufrido un gran dolor. Se despidió de a poco, con algunos gestos y frases donde se percibía que intuía lo que se le estaba acercando rápidamente, pero sin acciones altisonantes, dependiendo en buena medida de los demás, porque nunca la despedida se hace en solitario. Era un gran tipo, repleto tanto de virtudes como defectos, y trató de sostener cierta coherencia hasta el final. Recorrió el camino como pudo, como la gran mayoría seguramente debe hacerlo.
Truman, la nueva reunión entre el director Cesc Gay y Ricardo Darín, trata un poco de eso, de gente tratando de construir una despedida desde diferentes posiciones: tenemos a Julián (Darín), un actor que después de luchar durante largo tiempo contra un cáncer, ha decidido dejar de lado su tratamiento, esperando que su muerte sea lo menos dolorosa y extensa posible. De sorpresa se le aparece su mejor amigo, Tomás (Javier Cámara), y lo que vendrán serán cuatro días en los que se buscará ir cerrando diversos asuntos, mientras Julián intenta solucionar su preocupación más urgente y grave: encontrarle un hogar a Truman, su perro, que se ha ido convirtiendo en su segundo hijo. Hay toda una serie de decisiones que tomar para los personajes, y el film las acompaña, jugando con los lugares comunes, pero también eludiéndolos, en un doble accionar que puede parecer contradictorio pero es en verdad coherente con lo que pide el relato. Ahí no deja de ser llamativo cómo determinadas acciones o elecciones son realizadas fuera de campo, en un antes o después de esos cuatro días que el realizador elige recortar.
En lo anteriormente señalado hay un fuerte posicionamiento ético y moral de Gay. Al igual que en Ficción, el cineasta trabaja las emociones desde lo que no se dice, lo que no se termina de expresar, lo que queda afuera, resaltando de este modo precisamente lo que sí termina haciendo su aparición desde la palabra o el gesto. Incluso se permite problematizar determinadas instancias de reconocimiento mutuo -hay un diálogo donde Julián y Tomás se dicen qué aprendieron uno del otro, que parece diseñado para una secuencia del final, pero está dentro de los primeros quince minutos del metraje- y hasta apostar a escenas plagadas de incomodidad, en una paciente deconstrucción de las emociones de los personajes. Gay parece decirnos todo el tiempo que decir adiós toma tiempo, que no es un proceso fácil, y es su puesta en escena concisa, sin grandes alardes formales, la que permite que surjan emociones como resultados de procesos más que de momentos puntuales. Se podrá decir que hay escenas donde los intercambios entre los personajes no terminan de cerrar o que el personaje de Dolores Fonzi no llega a cuajar dentro de la trama con el peso que correspondería, pero esos defectos forman parte de una apuesta donde lo primario es la sensibilidad masculina, la amistad masculina convertida en otro nivel del amor.
Y es la conducción desde detrás de cámara de Gay la que habilita sendas actuaciones convertidas en declaraciones de principios. En primera instancia, de Cámara, quien va cimentando una performance basada en ubicarse en un segundo plano o incluso por fuera del cuadro, con un rostro y una mirada donde se intuyen muchas cosas que después no son dichas. Cámara es un actor discreto, medido, que rehúye la intensidad, que busca siempre el lugar justo para interpelar al espectador desde lo cotidiano.
Y en segundo lugar, la declaración de principios es de claro, Darín. De él se viene diciendo desde hace un rato largo comentarios que van por esta senda: “actúa bien, pero siempre hace de sí mismo”. Daría para preguntar cuántos actores no repiten modismos, gestos y hasta rasgos de personalidad entre un personaje y otro. O señalar que en verdad hay notorias diferencias entre el Darín de Nueve reinas y el de El aura, y que hay distintos matices en los personajes que encarna en El secreto de sus ojos, Carancho o Tesis sobre un homicidio. Pero plantear estos argumentos será en vano mientras no se entienda que la sofisticación en la composición no sólo pasa por el maquillaje, los discursos trascendentes, los gritos fuertes y las “historias reales”: también implica saber manejar niveles y tonalidades emocionales, vinculados con lo humano. A Darín parece difícil por ahora que vayamos a verlo en un biopic, y hasta parece una pequeña broma socarrona verlo en esta película encarnando a un intérprete que protagoniza una versión teatral de Las relaciones peligrosas y que debe ponerse una tonelada de maquillaje para su papel. Darín explora las emociones de los hombres comunes, de los individuos despojados de lo extraordinario y enfrentados más que nada a sus dilemas internos. Truman es posiblemente su labor más abierta y comprometida con lo primario del hombre, con sus miedos, sus deseos, sus frustraciones.
Justo en el año de los fuegos pirotécnicos de El clan, Truman, desde el aporte de sus tres vértices creativos, va para el lado precisamente contrario e hilvana un drama que deja de lado las remarcaciones, los énfasis redundantes, la música fuerte, las gestualidades exageradas, las ambiciones desmedidas, en pos de un cine sutil, moderado, que no pretende ser más de lo que es y que hasta podría decirse que es orgullosamente imperfecto. Un film sobre gente que hace lo que puede con su vida y que constituye su identidad a partir de los pequeños afectos que los rodean, como ese perro gigante que nos hace lagrimear con tan sólo su mirada.