Cuando todo el mundo tiene sus razones.
Ambientada durante la caza de brujas en Hollywood, la historia de Dalton Trumbo, guionista estrella caído en desgracia, es una película socrática: no juzga la opción del “rebusque”, como tampoco necesariamente la de hacer mucha plata con el trabajo honesto.
Basada en un libro escrito por un señor Bruce Cook, el primer acierto de Regreso con gloria (lo contrario de Coming Home, que en los 70 tuvo en Argentina el título Regreso sin gloria) es el de zafar del trasnochado género biopic. No hay aquí gran arco temporal, burocrática recorrida desde la infancia hasta la vejez del protagonista, sino concentración en los años que marcan el nudo en el que se quiere focalizar. Básicamente, desde 1947, que es cuando al compás de la Guerra Fría se inicia la paranoia anticomunista en Estados Unidos, hasta 1961, cuando un gesto del presidente Kennedy marca el comienzo del fin de las listas negras en Hollywood. Una de cal y una de arena: el papel de Dalton Trumbo lo hace Bryan Cranston, el amado Walter White de Breaking Bad. Así como en la serie Cranston es puro cable a tierra y mandíbulas apretadas, aquí pule hasta la manía una composición llena de amaneramientos (da la sensación de haber practicado durante semanas cómo dejar el labio inferior en estado de perpetua flotación), que lo llevó hasta donde esta clase de artilugios llevan a la gente: a las puertas del Oscar. Integrante de la terna a Mejor Actor Protagónico en la última entrega, Cranston quedó en el camino del inevitable DiCaprio.
El guionista mejor pago de Hollywood por aquellos años, Trumbo teclea en la bañera (como Michel Piccoli en El desprecio), fuma cigarrillos con boquilla, luce un mostacho a lo Martín Caparrós, escribe mucho y más eficientemente que la mayoría de sus colegas. Por eso el mismísimo Louis B. Mayer le ofrece el cuádruple de lo que le están pagando para ser exclusivo de la Metro. El contrato le dura poco: el Comité de Actividades Antiamericanas ha comenzado a buscar comunistas debajo de la cama, al mismo tiempo que la Motion Picture Alliance, que congrega a lo más reaccionario de Hollywood (de John Wayne para abajo) se muestra dispuesta a revisar cama por cama. Sospechados de traidores a la patria, Dalton y otros “rojos” deberán comparecer ante el Senado, conminados a dar nombres de otros compañeros de ruta. En caso contrario podrán ser sumados a las listas negras, con lo que eso representa: pérdida de trabajo y, eventualmente, prisión. Como Trumbo es de los que se niega a hablar (fue uno de los famosos “Diez de Hollywood”), todo eso le sucede, puntualmente, en 1949.
Que el tipo tuvo los suficientes cojones para no traicionar a los suyos y poner así en riesgo su trabajo, está claro. Lo interesante del guión de Trumbo (escrito por John McNamara, de antecedentes exclusivamente televisivos, a partir del libro de Cook) es que a eso no le agrega que tenía alitas y volaba. Por un lado, el guión inventa a un guionista y miembro del PC, Arlen Hird (el gran Louis C.K., en su primer papel en cine), que representa el militante en estado puro. Algo que Trumbo no es. “Hablás como radical, pero vivís como millonario”, le enrostra Hird en el impresionante ranch de su colega, que cuenta con lago propio. “Les tenemos que ganar en su propio terreno”, alega más tarde Trumbo, para justificar su postura de seguir escribiendo los guiones que caigan en sus manos, por malos que sean. Lo cual tampoco tiene nada de reprochable, y ése es otro de los méritos de Trumbo: no juzga la opción del “rebusque”, como tampoco necesariamente la de hacer mucha plata con el trabajo honesto. Hace algo mejor: pone esas opciones en duda. Tanto como la contraria, la del purismo a ultranza, representada por Hird. Regreso con gloria es una película socrática.
La película está dispuesta a oír incluso las razones de los delatores. Edward G. Robinson, que lo hizo bastante tardíamente, recuerda que mientras Trumbo puede sobrevivir escribiendo con seudónimo, él, como actor, no está en condiciones de hacer lo mismo. Donde Trumbo traza la raya política y moral es en el otro bando: el de los cazadores de brujas, representados por esa verdadera arpía que fue Hedda Hopper, periodista de chimentos que se muestra aquí capaz de chantajear hasta al director del estudio más poderoso de Hollywood y salirse con la suya. Luciendo un sombrero distinto en cada escena, a cual más ridículo, Helen Mirren compone una villana de Disney. No está mal que así sea: Hopper era en verdad una caricatura viviente, con forma de bífido.
Más difíciles de digerir son los dobles de estrellas demasiado icónicas para ser encarnadas por cualquiera: no se puede poner a hacer de John Wayne al primer grandote que pase por ahí, de Kirk Douglas a uno con hoyuelo pero sin mandíbulas, o de Otto Preminger a un pelado que debe pesar 50 kilos menos que el director de Exodo (que tuvo guión de Trumbo, lo mismo que el Espartaco de Kubrick). Eso le quita verosimilitud a la película, tanto como las presencias siempre excelsas de John Goodman (protagonista de una escena exultante) y la sublime Diane Lane (como la asombrosamente paciente Sra. Trumbo) permiten disimular esos fallos. Dirige con solvencia Jay Roach, en su primera película “seria”, después de las series Austin Powers y La familia de mi novia.