En lo que supone uno de sus primeros protagónicos en cine tras consagrarse en Breaking Bad como el icónico Heisenberg, Bryan Cranston lleva su carrera un paso más lejos con Trumbo, film pequeño y nostálgico que le valió una nominación al Premio de la Academia. Una biopic sobre el reconocido guionista del título, sigue una estructura tradicional de caída en desgracia, redención y consolidación, que batalla consigo misma a la hora de encontrarle la vuelta al tono, pero que a fin de cuentas funciona al reflejar un período clásico de la historia del cine.
Su tono dispar -por momentos es comedia, por otros un drama que quiere ser duro pero llevado en forma liviana-, el foco puesto en una de las épocas doradas del séptimo arte y una fotografía colorida que no le sienta, irremediablemente llevan a pensar en Hitchcock, que de ninguna forma es algo positivo. Jay Roach ha probado ser un gran director en términos de humor (Meet the Parents, Austin Powers) y en films políticos (Game Change, Recount), sin embargo la cruza de ambas temáticas no le ha sentado bien (The Campaign). En esta oportunidad vuelve a tambalear con la política en el centro del conflicto, no solo por su postura férrea a favor de las convicciones de Trumbo y su grupo, sino porque hay un guión poco iluminado y transparente, que aborda sus tópicos con la sutileza de un puñetazo en el rostro.
John McNamara, un escritor de experiencia televisiva sobre todo, no termina de hacerle justicia al guionista de Spartacus, Exodus y Papillon. Con una seguidilla de saltos temporales para abarcar un lapso de unos 25 años –con recortes de la vida laboral, familiar y política del protagonista y sus cambios-, se mete de lleno con la cuestión de la Lista Negra y el macartismo en plena Guerra Fría, del que Trumbo es víctima. No hay dudas de que la labor del Comité de Actividades Antiamericanas y su caza de brujas dentro de Hollywood es despreciable, sin embargo Roach y McNamara toman una posición demasiado simplista de los hechos, de blancos y negros, en la que los perseguidos son buenos y los otros son los malos terribles. Así, sin tocar las dos campanas, Hedda Hopper o John Wayne se ven reducidos a meros villanos por el solo hecho de causar daño o Edward G. Robinson a un cobarde, sin mayor explicación.
Afortunadamente para Trumbo, cuenta con un Cranston inspirado que se luce con los bigotes del galardonado autor. No es la única elección destacada en términos de elenco, dado que Helen Mirren, John Goodman, Michael J. Stuhlbarg y Louis C.K. son unos secundarios de lujo para acompañarlo. También hay buenas caracterizaciones de parte de David James Elliot (JAG) como John Wayne y Dean O'Gorman (The Hobbit) como Kirk Douglas, físicamente idénticos a los actores que encarnan. Y así, con sus limitaciones, funciona como una mirada con nostalgia a una época que se fue y no volverá de la industria cinematográfica, en la que al menos se esperaba por un guión para establecer una fecha de estreno. La operatoria por dentro de los estudios, las personalidades reconocidas, el trabajo secreto del guionista, su regreso con gloria desde el anonimato o la faceta familiar y laboral sin duda ayudan a sacar a flote a un proyecto de digestión sencilla, que se sumerge en la medianía cuando se dedica de lleno a su corrección política. Por fuera de las parcialidades, tiene el valor de tocar las fibras sensibles de la cinefilia con una historia de película como es la vida de Dalton Trumbo, y a veces eso es suficiente.