El cine hecho metáfora.
De un lado, tenemos a Dalton Trumbo, un guionista de Hollywood afiliado al Partido Comunista que, tras la Segunda Guerra Mundial, debe vérselas con una actualidad donde “comunista” es mala palabra. Pronto Trumbo recibirá un guión -el de Espartaco, no menos- para editar: contará así la historia de un simple hombre que luchó contra un imperio. Del otro lado, se yerguen orgullosos de su bandera y derrochando capitalismo las autoridades de un Estado al que ahora le toca decidir qué habitantes amenazan al país. Ellos no son tan sutiles como Trumbo y su guión: sus palabras exactas incluyen, para ilustrar solo con un ejemplo, que “los comunistas han intentado ahogarnos en un río rojo, pero éramos muy pesados para hundirnos”.
Así funcionan el arte y la política. El arte, disfrazado de la humildad de la ficción pero ejerciendo un poder muy real sobre la sociedad, apuesta a la metáfora. En algún sentido, todo arte exitoso juega a disfrazarse de algo para comunicar algo más, alguna otra cosa que, en general, lo excede. La política, por otro lado, es pura verbalización. Todo está dicho tan lisa y llanamente cómo es posible; después de todo, hay un ciudadano mirando la tele que necesita ser convencido de los ideales que un cierto grupo de hombres les imponen. En este caso, el gobierno de los Estados Unidos deberá explicarle a su pueblo que nada en este mundo es más asqueroso que un comunista, que ese término es sinónimo de traidor a la patria y que, a pesar de que ellos vean a la Unión Soviética muy lejos en el mapa, esta es una amenaza que está más cerca de casa de lo que parece, con espías comunistas infiltrados en casi todo ambiente de la vida pública; no es casualidad que en esta época se funde la “Alianza Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Norteamericanos”.
Es en este escenario en el que se despliega Trumbo. Como su nombre lo indica, narra la historia del guionista Dalton Trumbo, y de todos aquellos -llamados los Diez de Hollywood- que fueron obligados a testificar sobre sus actividades “antiamericanas”. La película recorre las muchas etapas de su vida como guionista en una época en la que su inclinación política atravesaba su carrera toda, incluso, de a momentos, paralizándola por completo, sin dejar afuera su universo familiar.
La narrativa se centra en torno a esta figura que es, cabe destacar, de lo más interesante. De más está decir que fue uno de los guionistas mejores pagos de Hollywood, con una casa frente al lago e ideales comunistas: una situación que no viene exenta de contradicciones. Y es que el Dalton Trumbo de John McNamara es un hombre convencido de sus ideales pero, sobre todo, convencido de su derecho a tenerlos. Es este el punto más importante de su lucha: la injusticia que representa el incluso tener que llevarla a cabo. Bryan Cranston se luce en un papel que no es demasiado desafiante, pero sí muy carismático y con el que es fácil empatizar, dado que no es el ególatra que uno esperaría de un guionista de su calibre.
El título de Trumbo, sin embargo, es una suerte de engaño. Lo más importante de la película no es su personaje sino más bien el retrato impecable que logra hacer de una época. En ese sentido, es una suerte de registro histórico muy destacable, donde se abre una ventana a la idiosincrasia estadounidense y a todas las vicisitudes de una época. Volviendo al concepto original, el arte opera a través de la metáfora y es así como Trumbo debe leerse, como sinónimo de resistencia y oposición ante la censura más que como la biografía de un hombre más.