El origen de esta película argentina de bajo presupuesto es un cortometraje que su joven director realizó para una cátedra de la facultad donde hizo su carrera (Diseño de Imagen y Sonido, de la Universidad Nacional de Buenos Aires) y también fue la semilla de su tesis universitaria. El foco está puesto en el mundo del trabajo, más precisamente en el ámbito de la construcción, donde la precariedad suele ser moneda corriente.
Más que tener una pequeña empresa, como desea y presume, Edgardo administra una serie de changas que van apareciendo intermitentemente con la ayuda de Rodrigo, un peón de albañilería con el que mantiene un vínculo atravesado tanto por el cariño como por la aspereza. Edgardo naturaliza la informalidad con la que maneja su negocio, y su empleado empieza a revelarse. Son, al fin de cuentas, dos víctimas del escenario de inequidad con el que nos enfrentamos a diario en el país.
Los méritos de Última pieza son claros: buenas ideas en términos de puesta en escena, un uso inteligente del fuera de campo como recurso dramático, el abordaje de un tema interesante y no tan presente en el cine nacional y una nobleza bien perceptible con sus personajes protagónicos. Las escenas que exigen una mayor carga dramática, en cambio, no son las que mejor funcionan: los tiempos y la capacidad para sostener la intensidad en la actuación son siempre claves en ese terreno. Se nota, de todos modos, la sensibilidad con la que fue articulado el relato, el resultado de contar un mundo bien conocido. Luciano Romano debuta en el cine con un saludable gesto de honestidad.