Los actores como emblema
La semana pasada mi compañero Mex Faliero se refería a la película La esencia del amor como una “comedia dramática con viejos envueltos en situaciones ridículas y extraordinarias, que de tan simpáticas podrían ser denunciadas por extorsión”. Ultimo viaje a Las Vegas bien podría amoldarse a esta clasificación de géneros de moda, pero cuenta con un valor agregado que es -para mí lo que la define y la hace soportable- su elenco, conformado por Robert De Niro, Kevin Kline, Morgan Freeman y Michael Douglas.
Que la industria hollywoodense ha explotado como ninguna otra el “aura” de sus actores no es ninguna novedad y de hecho, en los últimos años existe una tendencia a la producción de películas hechas “a la medida” de grandes figuras (tanto en edad como en trayectoria). Entre estas, destacar Antes de partir (Rob Reiner, 2007), protagonizada por Morgan Freeman y Jack Nicholson; o más recientemente Tres tipos duros (Fisher Stevens, 2012), con Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin. Sin embargo, lo que hace llamativo a Ultimo viaje a Las Vegas es que acá tiene más peso lo que estos actores simbolizan, que la historia que interpretan.
Esta comedia dramática de viejos, pero famosos, explota lo que cada uno de estos figurantes sabe hacer mejor, lo que se podría considerar como “la marca actoral”. Así, De Niro (Paddy), es el tipo duro, que aunque se encuentra deprimido por la reciente muerte de su esposa, no deja nunca de mostrar ese aspecto de rudo que lo ha caracterizado siempre; Douglas (Billy) no puede ser otra cosa que el galán del grupo; para Kline (Sam) queda reservado el papel más picaresco muy en la onda de Los enredos de Wanda; y por supuesto, el siempre almighty Freeman (Archie), es el encargado de llamar a la reflexión al resto de los personajes, ubicando, por ende, a los espectadores ante el típico sermón aleccionador de sus interpretaciones.
Lo que ocurre entonces es fácil de adivinar: la historia se diluye en una serie de hazañas que buscan remarcar los más preciado del talento de estos actores y la dinámica del film se apoya plenamente en ellos (o sería mejor decir, vagamente). Todo termina ganando fuerza gracias al “aura” de los intérpretes -incluso el exceso de diálogos minados de lugares comunes y chistes poco felices-, que acaban por ser los verdaderos personajes de la historia. Pero las estrellas, claro está, nunca envejecen (y tampoco mueren) y de allí que los problemas de la edad pasen a ser cosa del pasado.
Es acá donde la película pierde su magia y empieza a ser un catálogo de falsos valores hacia la felicidad. Se pasa de un estado de senilidad a uno de adultez plena como por arte de magia. Los gerontes se vuelven adultos sanos y felices, que todo lo consiguen, pero sólo a costa de ser reconocidos como leyendas en una ciudad que como simples viejos nos los valoraba. Situación paradójica, en tanto que este “reconocimiento” lo alcanzan (plenamente en la gran fiesta que dan en la suite del hotel) mediante la apropiación de características que refieren no tanto al pasado de los personajes en el film, sino más bien a los personajes interpretados por estos actores a lo largo de sus carreras cinematográficas. Apelando de esta manera a todo el peso emblemático (todo aquello que los une a otras películas, la prueba -según el gran Serge Daney- de su pertenencia a la Historia del Cine) de los míticos actores, cosa que honestamente, no alcanza para hacer un buen film.