"Un amor cerca del paraíso": comer, beber, amar
La mirada del realizador hacia sus personajes es transparente y la fotografía, que no se deja arrastrar por el pintoresquismo, es igualmente cristalina.
El título de esta película en español anuncia su pertenencia genérica, la comedia romántica. El nombre del realizador, la perspectiva contraria: algún detalle que no sea inherente a un film de género, un “toque” que la singularice. Tan prolífico como irregular, Mika Kaurismäki --hermano menor de Aki, en sentido cronológico y cinematográfico-- nunca dejó de ser un cineasta con inquietudes que no son las propias del cine industrial. La inquietud de decir algo, aunque más no sea. Mika, de 65 años, cuenta en su filmografía con un final memorable --el de Zombie y el tren fantasma, 1991, cuando el protagonista se pierde en las callejuelas de Estambul, siguiendo el obsesionante fantasma de una mujer--, buenas películas (Arvottomat, 1982, Rosso, 1985, Cha cha cha, 1989), un homenaje cinéfilo para exclusivo consumo de cinéfilos (Tigrero, un film que nunca se hizo, 1994), una buena cantidad de películas no conocidas por aquí y algunos fallos, sobre todo cuando intentó poner el pie en el mercado internacional (entre ellas L.A. Without a Map, Highway Society y Honey Baby, todas de fines de los 90 y comienzos de la década siguiente).
El título original, Mistari Cheng (“Maestro Cheng”) alude a la condición del protagonista. Dueño de un restorán de categoría en Shanghai, Cheng (Pak Hon Chu) ejerce su magisterio en la cocina. En la cocina de Sirkka (Anna-Maija Tuokko), mujer soltera de mediana edad, dueña de lo que podría llamarse un “comedero” en un alejado pueblito finlandés. Sin saber una palabra del idioma, el viudo Cheng (la condición de extranjero es tal vez la constante más marcada del cine de MK) llegó hasta Pohjanjoki junto a su pequeño hijo Niu Niu (Lucas Hsuan), buscando algo o a alguien. Nadie le entiende. Salchichas con salsa y puré, más el posible agregado de una ensalada, es el plato único del bar-restaurant de Sirkaa, cuyos parroquianos parecen no conocer otra comida que no sea ésa. Hasta que llega Cheng, con sus woks y sus sopas de perca recién pescada, y revoluciona el lugar. Cheng va a revolucionar también, claro, el corazón de Sirkka. Él cocina para ella, ella cumple para él y Niu Niu, y además tiene una pieza libre en su casa. El resto es de imaginar, y esa es la debilidad de Un amor cerca del paraíso, que cumple puntualmente con los pasos de distancia, acercamiento, fusión, alejamiento y reencuentro.
La peculiaridad que aporta Mika en la primera parte -a la larga terminan imponiéndose las convenciones- es que sus personajes no son fichas de la trama, ni la historia de amor insertada en ella a la fuerza. Mika se toma su tiempo para construir unos y otra (la película dura 115 minutos, extensión infrecuente para una comedia romántica), como macerándolos de a poco. Cuando se presentan no son nadie: meras figuras en un interior. Las relaciones los hacen devenir personajes. Relación de Cheng con los clientes, con el oficio, que claramente ama, y con las comidas, que condimenta con tanto esmero como el que el realizador pone en su tarea. Relación de Sirkka con los parroquianos, al comienzo hoscamente finlandesa, más tarde ya más ablandada, más sensible. Más dejado de lado (por parte de Kaurismäki) queda Niu Niu, que en el curso del relato desaparece.
El ida y vuelta es tal vez el tema del opus 31 (contando films de ficción y documentales) del menor de los Kaurismäki. La maestría culinaria de Cheng le permite a Sirkka expandir su negocio, Sirkka lo ayuda a buscar al misterioso de nombre raro (un mero mcguffin para hacer progresar la trama) y a su vez endulza su condición de padre incomunicado con el hijo. La mirada del realizador hacia sus personajes es durante ese primera parte tan transparente, tan bienintencionada como sus tristones ojos azules, y la fotografía, que no se deja arrastrar por el pintoresquismo, es igualmente cristalina. El toque de excentricidad propio de los films del género lo da el veterano Käri Väänänen (el de Nubes pasajeras), en un papel no precisamente simpático y a pesar de eso querible, el de un recolector de residuos homofóbico.