Tu vida es puro teatro
Martín Bossi es un imitador que, desde sus espectáculos teatrales, ha intentado darle una vuelta de tuerca a ese rol. No hay nada de peyorativo en llamar a alguien “imitador”; es lo que es Bossi: alguien que ha hecho una carrera imitando a otros artistas y que ha logrado, no sin cierta inteligencia, transparentar lo que hay detrás de ese arte. Que es un arte pero, fundamentalmente, es un trabajo como lo es cualquier actividad artística puesta a disposición de un público que paga una entrada por ver. Esa idea del artista como laburante, del tipo que si bien elabora a partir de una sensibilidad no deja de ser alguien que produce, es un concepto muy caro a determinado tipo de artista popular: pensemos en Andrés Calamaro, quien constantemente habla en sus canciones del laburo de componer. Es atractivo, pero a la vez es un concepto peligroso: el artista se pone en primer plano, y en ocasiones se hace más visible que su propia obra. Divismo que, descontrolado, termina por minar las posibilidades de cualquier empresa, y que es lo que por ejemplo hace patinar constantemente a la ambiciosa y fallida Un amor en tiempos de selfies.
No es la primera vez que una película se disfraza de algo para hablar de otra cosa, que para eso están los géneros y sus hermosos lugares comunes que nos sirven para decodificar uno de los posibles niveles argumentativos mientras por debajo pasa un río. Pero Un amor en tiempos de selfies no es sólo un drama sobre la vanidad y la actuación que se viste de comedia romántica, sino una película que está constantemente diciéndonos de forma oral cuáles son sus temas, por si el espectador no logró entenderlo ya antes. Y si la palabra no alcanza, hay canciones que también buscan explicar (por lo demás, debe ser una de las películas peor musicalizadas en mucho tiempo). A Bossi, en su afán de hablar del doble, de la sensibilidad del artista, del por qué actuamos, de las máscaras, se le escapa que el personaje que construye es totalmente antipático, un monologuista y profesor de actuación con dotes de Maestro Siruela que no sólo da clases cuando está dando clases, sino cuando supuestamente se relaja y se toma un café. Un personaje que nunca se puede llevar bien con la comedia romántica. Un personaje del que se nos dice que es un gran artista, pero que cuando lo vemos en acción no es más que un pusilánime que confunde stand-up con new age y recita lugares comunes sobre la sociedad posmoderna: se queja de cómo los lindos invaden el mundo, a la vez que se enamora de María Zamarbide, que no puede tener un rostro más fotogénico y hermoso. Hay una referencia constante al Che Guevara que no es más que una muestra cabal de la hiperbólica necesidad de la película por el sermón.
Un amor en tiempos de selfies pierde la oportunidad de ser comedia romántica porque humorísticamente hablando es bastante fallida y con escaso timing, y el romance es apenas un elemento necesario para justificar el arco dramático del personaje de Bossi. De hecho, pareciera no interesarle demasiado la comedia romántica (aunque es un buen gancho comercial) y hasta mirarla desde lejos, con desdén, con el cinismo tonto que maneja Lucas, el protagonista, alguien capaz de ser un lugar común andante.
Y si Un amor en tiempos de selfies quiere ser comedia romántica y no puede -o no le sale- es por un viejo detalle del género, que es que tiene que ser de a dos y no de a uno. Mientras importe lo que le pasa a uno de los enamorados, estamos ante otra cosa. Y a la opera prima de Emilio Tamer le importa lo que le importa, porque es más que evidente que esta película no es otra cosa que un vehículo para el lucimiento personal de Bossi. Es él y su sufrimiento lo que nos conduce a una última media hora bochornosa, empastada y abarrotada de giros y quiebres temporales torpemente trabajados, y que encima también desperdicia la oportunidad de decir algo interesante sobre las tecnologías y los vínculos de pareja, que si nos guiamos por el título de la película es para lo que fuimos al cine. Pero no, ahí está Bossi, su rostro y sus gestos teatrales, su exagerada marcación en cada línea de diálogo, su presencia que sólo se justifica en primeros planos. Ese divismo que se sostiene en el teatro, porque el cuerpo hace la obra, es aquí un impedimento para que funcione todo lo que debe funcionar alrededor del protagonista de una película. Bossi, como muchos antes, cayó en el error de pensar que el cine es teatro filmado: y hay una lógica, una mirada sobre el mundo, un trabajo sobre las imágenes, una coherencia discursiva que aquí están ausentes por completo.
Un amor en tiempos de selfies es como la Click de Adam Sandler, con la diferencia de que Sandler tenía una carrera en el cine y varias comedias previas que renovaron el lenguaje del género, y Bossi es alguien que tiene que hacerse un camino en la pantalla grande y aparece con impertinencia y el dedito en alto a gritar cosas que a nadie le interesan.