Avatares de un reencuentro
En el largometraje de Paula Hernández el pasado habilita la posibilidad de un flashback que supera al presente.
Bruno dice que cuando ella llegó, fue un tajo en sus vidas; Lalo, que cuando se fue dejó un abismo. La locación era Victoria, Entre Ríos. La época, finales de los ’70. La mujer adolescente que un día les revolucionó la existencia y otro día desapareció sin decir adiós se llamaba Lisa. Hoy ya han seguido caminos separados, pero es como si nunca hubieran podido dejar de mirar atrás. El relato se llama “Un amor” y es la nueva película de Paula Hernández (Herencia, 2001), basada en un cuento de Sergio Bizzio (escritor, guionista de XXY, entre otros films).
Lalo (Luis Ziembrowski), Bruno (Diego Peretti) y ella alguna vez fueron adolescentes en Entre Ríos. Un día de calor y un chorro de agua mal apuntado jugando a mojarse los unió. Bruno la vio primero, pero Lisa (Elena Roger) probablemente haya mirado primero a Lalo. Aquél era un poco nerd, ávido lector, no muy dado a la cuestión atlética; el segundo, el tipo rudo y buenazo que parece más grande que los años que en realidad tiene. Ella, la rubia medio colorada recién llegada, cara dura y rea.
En el trío que se forma, como suele ocurrir en esos casos, hay uno que se queda mirando de afuera. Son adolescentes con la vida apenas comenzando, repitiendo frases o conceptos hechos, con cuerpos chillando sin filtro la presencia de una idea fija que no es difícil de adivinar. Pero una mañana Lisa y su familia se van sin que nadie sepa bien por qué y ya nada será lo mismo. Más tarde en algún momento, parte Bruno y con el correr de las décadas terminan por imponerse el silencio y la distancia.
Un día Lisa vuelve por trabajo y, en Buenos Aires, ve a Bruno por la calle; es como golpear la primera ficha de un dominó que había esperado más de treinta años para ser tumbado. El pasado es un flashback, un recuerdo lejano que parece reciente y a la vuelta de la esquina, que hasta tiene colores más cálidos y vivos que el presente. Ambas eras, no obstante, están atravesadas por el río –aquel que corre o devuelve cosas que se habían ido, que se mueve y transmuta permanentemente, por más que en la superficie se asemeje siempre a sí mismo–.
A pesar del paso del tiempo, los tres protagonistas permanecen varados en aquel instante de allá lejos. Pueden tener hijos, más panza o menos pelo, más o menos éxito profesional, pero los aqueja un cierto dejo de infelicidad que les patea el hígado. La reaparición de Lisa fuerza, trastrueca, como ya lo hiciera antes y hasta ordena “juntémonos, como antes”.
El reencuentro no es, sin embargo, para ellos el lugar de nostalgia dulce que recupera la inocencia perdida. Se dan cuenta de que han crecido, que son los mismos pero también ya otros, lo que no es necesariamente malo; es, si se quiere, un segundo despertar. El inicio del film los encuentra con miradas secas o como si ocultaran algo, pero el transcurso del relato les devuelve la capacidad de quitarse el peso que cargan, de mirar con otros ojos y descubrir los detalles vívidos ya no de lo que fue, sino de lo que es. Pueden, finalmente, contar su historia en lugar de vivirla todos los días como un asunto pendiente, lo que no es poco. Acá no hay tiros, explosiones ni grandes escándalos, sino un agridulce transitar, como el río.