Retratar a un hombre del teatro de acción Definir a Juan Uviedo como polifacético es quedarse corto: actor y director en los ’70, y en medio de la peor dictadura militar que conoció este país, creó y fogoneó lo que se conoció como TIT (Taller de Investigaciones Teatrales). El colectivo buscó sacar la teatralidad a la calle, apuntando a poner en crisis la línea entre ficción y realidad, tanto como la estructura censora impuesta por el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”. El provocador, documental dirigido por Pablo Navarro Espejo, Silvia Maturana y Marcel Gonnet, que el año pasado participó del Bafici y que se estrenó en el Espacio Incaa Km 0 Gaumont (Rivadavia 1635), atraviesa tanto la historia pasada y presente de Uviedo como la del TIT. Navarro Espejo, el impulsor del documental, fue miembro del TIT y aparece usualmente delante de cámara operando como entrevistador, pero el film hace que ese rol sea rotativo, convirtiendo el espacio del que interroga en uno dinámico. Eso lo combina con la imagen de un Uviedo literalmente de rostros cambiantes, pero siempre de palabras que buscan aguijonear, hiperactivo “y actor las 24 horas” como dicen algunos, que ahora vive solo en la montaña y que, sin embargo, no puede dejar de juntarse y de juntar (en la montaña y fuera de ella). Uviedo, que ya venía de un camino que incluía pasos transgresores por Europa, Estados Unidos y México, fue eventualmente detenido por las fuerzas de seguridad. Preso en la cárcel de Las Rosas, Santa Fe, se fugó el 31 de diciembre de 1978 tras emborrachar a los guardiacárceles y rumbeó para tierras brasileñas, hacia donde lo siguieron varios de sus discípulos, con algunos de los cuales continuó trabajando incluso luego de que el grupo del TIT se disolviera. En Sao Thomé de las Letras, Uviedo se ganó fama de mago primero y de chamán después, a lo que le sumó la construcción de la asociación Viva as Crianças. El provocador se abre como las ramas de un árbol, yendo en algunos momentos en una dirección, otras optando por diferentes caminos, alternando la memoria oral con el archivo propiciado por el propio colectivo. En el montaje, los tiempos se entrelazan, no como consecuencia sino como parte de un relato que escribe capítulos de un mismo libro. El documental, volviendo sin solemnidad sobre aquel movimiento de los ’70 para darle un lugar en la historia, lo conecta a su vez con un presente donde el ideal y la búsqueda se muestran quizá modificados en la forma exterior, pero en el cual la brújula sigue indicando el mismo norte. “La cosa es que estamos hoje aquí, después de tantos años de estar por todos lados, de seguirnos, de procurarnos”, dice Uviedo en un portuñol instalado por los años, convertido en silueta por el contraluz de la luna que ilumina la noche de Sao Thomé de las Letras.
La vuelta de la Banda del Golden Rocket El cantante pop compone a un músico clásico que no sólo tiene problemas de trabajo y de pareja. También se ve envuelto en una trama policial que le agrega sal a esta sosa comedia romántica producida por Adrián Suar, con la participación especial de Fabián Vena. El cine de género es un bicho complejo. Por un lado, implica trabajar con reglas que el público pueda identificar fácilmente. Por otro, la cantidad de lo ya hecho, sumado al número de variantes y cruces lleva a que realizar un film de este tipo sea mucho menos sencillo de lo que cierta mirada algo condescendiente da crédito. Y en ese riesgoso camino ingresó Alejandro Montiel con su segundo opus, Extraños en la noche, que cuenta con Diego Torres y Julieta Zylberberg en los roles protagónicos. Martín (Torres) y Sol (Zylberberg) son dos músicos que, a su vez, son pareja; él viene de formación académica y quisiera pegarla como compositor, mientras que ella apunta a ser la voz de una banda de rock indie. La vida no sonríe precisamente con éxitos al dueto, que se ve en la necesidad de recurrir a ofrecer sus talentos para eventos, expuestos a los caprichos de organizadores y asistentes. Así es como, en una de esas noches de alquileres forzados de vestuario para cumplir con los requisitos y de invitados beodos que se quieren pasar de vivos, todo hace eclosión: se quedan sin trabajo y endeudados, al tiempo que Sol confirma (sin comunicárselo aún a su media naranja) que está embarazada. Y, como cereza del postre, quedan involucrados sin quererlo en una misteriosa trama policial en su propio edificio. Después de que su primer largometraje en soledad fuera el documental independiente Chapadmalal (2009), Montiel se aventuró hacia las aguas del cine industrial. Muestra de ello no es sólo la apuesta al cine de género y con una producción importante, sino también con un protagónico de Diego Torres (presenta tema nuevo en la película), con el guiño que implica que el exitoso músico pop interprete a un músico clásico que desprecia lo popular... y que coincide con la presencia de Fabián Vena y Adrián Suar. Vena interpreta a un altivo pero bienintencionado manager de orientación más comercial que busca convencer a los jóvenes artistas para que se sumen a su equipo creativo y Suar es uno de los productores de Extraños en la noche; junto con Torres, es la reunión de los tres protagonistas de La Banda del Golden Rocket a veinte años de lo que significó un giro en sus carreras. La película es una comedia romántica que sigue las peripecias de la pareja protagónica en el devenir de cómo superar los obstáculos, las dificultades y hasta los rayes personales para terminar de conformarse como un feliz 1+1. El otro carril que transita el film es el del policial, que funciona como complemento del eje principal y siempre dentro del clima amable de toda la propuesta. Al tono que le imprime Zylberberg a su personaje (por energía, en definitiva, quien impulsa la locura de la trama y el avance del relato), ayudan también participaciones como las de Daniel Rabinovich y Betiana Blum como los pitucos padres de Martín, que viven en Recoleta y no entienden por qué su hijo no termina de dedicarse a algo más en serio. Con una construcción de imagen de Buenos Aires algo peculiar por momentos (con cierto aire for export, por decirlo de alguna manera), quizá la principal observación que se pueda hacer es que el film es inconstante a la hora de poder mantener la tensión entre las diferentes líneas que la narración explora en el camino de Martín y Sol hacia la felicidad y el éxito.
Cómo dejar de ser apenas el hijo de su padre Una fábrica que baja la cortina produce una situación de limbo para todos los involucrados, genera suspicacias y abre la puerta a la incertidumbre. En la fábrica de los Contra se habla de un traspaso, así como los trabajadores apuntarían a un esquema de autogestión, pero el dueño, por su parte, delega en sus dos hijos –Cándido (Lautaro Vilo), el mayor, y Valentín (Julián Tello), el menor– el hacerse cargo de la dirección de la empresa. El problema radica en que Valentín no quiere decidir... Ni sí, ni no... Filmada en un blanco y negro de dura textura y fuertes contrastes, La carrera del animal es la ópera prima de Nicolás Grosso, que ganó la competencia oficial argentina en el último Bafici. Su protagonista, Valentín, va por la ciudad eludiendo a sus perseguidores, los trabajadores de la fábrica. Hijo del empresario, vive sin embargo en un barrio que dista de ser Puerto Madero y prefiere mantener un perfil bajo; la llamada a ocupar el rol paterno no podría estar más lejos de sus sueños, más aun si implica compartir el espacio con su hermano, de quien rehúye cada vez que puede. El padre, que no ha muerto pero que jamás aparece, es una figura ausente, desinteresada y omnipresente a la vez en la forma de un legado indeseado del cual todos quieren algo: empleados despedidos (Alexis Cesán encarna un memorable y bizarro ex empleado devenido dealer de lo que sea, de remeras a té importado o ácido), otros que quieren conservar su puesto de trabajo (Gonzalo Martínez es un delegado que no piensa parar hasta conseguir la firma de los hermanos), una abogada ambiciosa (Valeria Lois), cuya lealtad es cuanto menos ambigua, y un hermano que oscila entre la cobardía y las ganas de llegar a alguna forma de éxito con la fábrica a cualquier costo. Por todo aliado, el protagonista cuenta con su amigo Lucio (Pablo Sigal), de trabajo desconocido (la situación laboral parece definir la posición dominante de los personajes, su lugar o no de poder), suerte de Sancho que acompaña sin cuestionar. La huida de Valentín tiene forma de viaje, uno de atmósfera onírica –reforzada no sólo por la estética visual, sino por la característica distanciada de las actuaciones, que buena parte del cine independiente local conserva como marca identitaria– y en el cual nunca termina de estar claro hacia dónde se viaja, que en una primera parte del film avanza de a poco y en la segunda parte más de a saltos. En el transcurrir de Valentín por una ciudad que parece no tener límites –y que luego es un entorno rural que tampoco parece tenerlos–, se cruzan personajes que empujan al héroe antihéroe, que le reclaman. En ese escaparse hacia adelante, como si permanentemente estuviera comprando tiempo para decidir qué hacer, quién ser, Valentín nunca acaba de optar por nada más que la huida misma. Los otros personajes pueden responder qué los impulsa a actuar, mientras que el joven Contra se muestra confuso frente a un mundo que ahora le pide que tome decisiones, donde la tensión pasa por los tiempos que se acotan, por lo que está en juego y porque nada habrá de culminar ni de transformarse realmente hasta que Valentín no salga de la duda constante y deje de ser apenas el hijo de su padre.
Una historia de amor y de identidades Luces desenfocadas que se van enfocando. Es un restaurante lleno y por entre las mesas aparece una nena cargando con mucho cuidado una torta con una velita prendida; su madre la espera al final de la caminata para sonreírle mientras todos cantan el “Feliz cumpleaños”. La visión se aleja de nuevo, se muestra mirando desde fuera, donde ella observa la escena, la ñata contra el vidrio diría el tango. Se acomoda delicadamente con uñas despintadas, el pelo seco, mientras el reflejo furtivo del ventanal del local le devuelve su sonrisa. Un chistido la despierta del trance; su carro ya está lleno del cartón que el restaurante puede ofrecerle y es hora de que se las tome. Ale –ni Alejandro ni Alejandra– se pone su gorro y se aleja. Mía, la nueva película de Javier Van de Couter, está condensada en ese primer minuto. Ale (Camila Sosa Villada) es una travesti cartonera que vive en Aldea Rosa, un asentamiento poblado principalmente por gays y travestis ubicado atrás de Ciudad Universitaria (que rememora al real, desalojado violentamente en 1998 y nuevamente en 2006). La noche en que inicia la narración, Ale termina regresando a casa con una caja llena de los objetos de una joven mujer que ha muerto, cuyo nombre es Mía, entre los que se encuentra un diario íntimo donde ésta le escribía a su hija. El intento de Ale por devolver el diario la pone en contacto con Julia (Maite Lanata) y su padre Manuel (Rodrigo de la Serna), quienes oscilan entre la sensación de abandono y el desconcierto frente a la situación en la que la muerte de la autora del texto encontrado los dejó. Ale se filtra por ese resquicio, un poco sin quererlo, un poco estimulada por la fantasía de dejar de mirar desde la ventana; la idea de poder “completarse”, al margen de las instancias materiales. Es que a su vez ella aparece para ofrecer aquello que tanto Julia como Manuel necesitan, que es algo tan básico como poder volver a querer y sentirse queridos. La caricia, la risa y el juego de Julia con Ale son como la torta del inicio, así como el de reojo que a Manuel le cuesta modificar marca la pared para el sueño de la aldeana. Por otra parte, en uno de los debates entre los miembros de Aldea Rosa, Ale denuncia la necesidad de tener “una vida normal, como los demás”, de dejar de vivir entre los yuyos, a lo que Antigua (Naty Menstrual), una de las habitantes fundacionales, le responde: “Donde vos ves yuyos, yo veo un bosque”. Mía, además de una historia de amor, es una historia de identidades; quién se es, quién se quiere ser. Van de Couter, después de una larga investigación, hace convivir el relato de afectos con el construir seres que no sólo se ven expuestos a una situación de marginalidad, sino que luchan políticamente por su derecho legal –en lugar de la pasividad habitual que abunda en el imaginario, y no sólo en el cinematográfico– así como por el de ser felices.
Avatares de un reencuentro En el largometraje de Paula Hernández el pasado habilita la posibilidad de un flashback que supera al presente. Bruno dice que cuando ella llegó, fue un tajo en sus vidas; Lalo, que cuando se fue dejó un abismo. La locación era Victoria, Entre Ríos. La época, finales de los ’70. La mujer adolescente que un día les revolucionó la existencia y otro día desapareció sin decir adiós se llamaba Lisa. Hoy ya han seguido caminos separados, pero es como si nunca hubieran podido dejar de mirar atrás. El relato se llama “Un amor” y es la nueva película de Paula Hernández (Herencia, 2001), basada en un cuento de Sergio Bizzio (escritor, guionista de XXY, entre otros films). Lalo (Luis Ziembrowski), Bruno (Diego Peretti) y ella alguna vez fueron adolescentes en Entre Ríos. Un día de calor y un chorro de agua mal apuntado jugando a mojarse los unió. Bruno la vio primero, pero Lisa (Elena Roger) probablemente haya mirado primero a Lalo. Aquél era un poco nerd, ávido lector, no muy dado a la cuestión atlética; el segundo, el tipo rudo y buenazo que parece más grande que los años que en realidad tiene. Ella, la rubia medio colorada recién llegada, cara dura y rea. En el trío que se forma, como suele ocurrir en esos casos, hay uno que se queda mirando de afuera. Son adolescentes con la vida apenas comenzando, repitiendo frases o conceptos hechos, con cuerpos chillando sin filtro la presencia de una idea fija que no es difícil de adivinar. Pero una mañana Lisa y su familia se van sin que nadie sepa bien por qué y ya nada será lo mismo. Más tarde en algún momento, parte Bruno y con el correr de las décadas terminan por imponerse el silencio y la distancia. Un día Lisa vuelve por trabajo y, en Buenos Aires, ve a Bruno por la calle; es como golpear la primera ficha de un dominó que había esperado más de treinta años para ser tumbado. El pasado es un flashback, un recuerdo lejano que parece reciente y a la vuelta de la esquina, que hasta tiene colores más cálidos y vivos que el presente. Ambas eras, no obstante, están atravesadas por el río –aquel que corre o devuelve cosas que se habían ido, que se mueve y transmuta permanentemente, por más que en la superficie se asemeje siempre a sí mismo–. A pesar del paso del tiempo, los tres protagonistas permanecen varados en aquel instante de allá lejos. Pueden tener hijos, más panza o menos pelo, más o menos éxito profesional, pero los aqueja un cierto dejo de infelicidad que les patea el hígado. La reaparición de Lisa fuerza, trastrueca, como ya lo hiciera antes y hasta ordena “juntémonos, como antes”. El reencuentro no es, sin embargo, para ellos el lugar de nostalgia dulce que recupera la inocencia perdida. Se dan cuenta de que han crecido, que son los mismos pero también ya otros, lo que no es necesariamente malo; es, si se quiere, un segundo despertar. El inicio del film los encuentra con miradas secas o como si ocultaran algo, pero el transcurso del relato les devuelve la capacidad de quitarse el peso que cargan, de mirar con otros ojos y descubrir los detalles vívidos ya no de lo que fue, sino de lo que es. Pueden, finalmente, contar su historia en lugar de vivirla todos los días como un asunto pendiente, lo que no es poco. Acá no hay tiros, explosiones ni grandes escándalos, sino un agridulce transitar, como el río.
Dos leyendas en el comienzo del camino La directora Paula de Luque pone a sus protagonistas en un marco de odios y lealtades que se aproximan al exceso a medida que la pareja empieza a ser algo más que una pareja, un devenir que lleva inexorablemente al 17 de octubre del ’45. Como en un melodrama, esta historia de amor está enmarcada por excesos, como un terremoto, el de San Juan de 1944, que termina por sellar el destino de encuentro de Juan Perón y Eva Duarte. Es en ese caldo de cultivo para el nacimiento de un mito, ese entrecruzamiento de casualidades y causalidades, de realidad y leyenda, donde elige concentrarse Juan y Eva, film de Paula de Luque basado a su vez en la novela homónima del secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, próxima a publicarse. Perón (Osmar Núñez) es aquí todavía un dirigente en ascenso, pero que aún está descubriendo su discurso y su alcance y el que sigue manteniendo cierto acartonamiento propio del arma que representa. Eva (Julieta Díaz) es todavía una joven actriz que sueña con triunfar en el cine y se fascina por el hombre que admira y por el mundo que se le abre. Para que un héroe resalte, es necesario, decía Hitchcock, que el malo de la película tenga peso propio y quizás el que empuja al héroe a su destino. Es el tramo final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo va quedando dividido en dos bandos unidos en la punta por Estados Unidos y la URSS. Spruille Braden (Alfredo Casero), empresario, lobbista y diplomático estadounidense de neto corte antisindical, llega como nuevo embajador del país del Norte a la Argentina. Su objetivo: aglutinar a la oposición en función de defender los intereses que la figura de Perón parece amenazar. Por otro lado, la relación con los gremios y con la actriz de baja alcurnia Eva Duarte del para mediados de 1944 secretario de Trabajo, ministro de Guerra y vicepresidente también comienzan a irritar a los sectores más conservadores de la oficialidad, representados por el comandante de Campo de Mayo Eduardo Avalos (Fernán Mirás). La oposición está planteada entre las fuerzas que desean proteger desde distintos puntos el statu quo reinante y el quiebre radical que representa Perón. En Juan y Eva, los personajes centrales aparecen como mirados uno a través de los ojos del otro. Eva es la muchacha fresca, desprejuiciada, intuitiva y celosa, que se mete de lleno en la vida de Perón. En ese ingreso, se encuentra con las mujeres del coronel y en todas se ve reflejada. Laberinto de espejos, Eva se encuentra a sí misma en María Cecilia (Jimena Anganuzzi), la niña mendocina que Perón oculta como amante, así como en Blanca Luz (María Ucedo) –que fue pareja del muralista mexicano David Siqueiros y del magnate mediático Natalio Botana, entre otros–, la temperamental consejera y secretaria de prensa del primer trabajador. También se halla en la esposa muerta tan ausente como presente, Aurelia Tizón, quien había fallecido años antes –como Evita en 1952–, de cáncer uterino. Eva las ahuyenta o busca hacerlo, dejando en claro que llegó para quedarse, pero el film las observa asimismo como alter egos de la misma mujer: su pasado de joven provinciana, su presente de amor donde despierta su conciencia política y de clase, su futuro de muerte trágica. Y es también el contexto villano el que empuja a Eva hacia Evita. Cuanto más cerca de Perón está, más se acentúa el rechazo y el desprecio que genera en ciertos sectores, por ser mujer, por ser quien es. Perón, a su vez, es el oficial visionario que es tanto caballero amoroso de armadura reluciente como aquel que viene a ser el líder que los trabajadores no habían tenido hasta ese momento. Con cada discurso donde la palabra se pule, con cada presentación, cada resistencia que encuentra le confirman la dirección optada. Y es en realidad ese camino elegido por Perón el que arrastra a los amantes hacia el destino que representa el 17 de octubre de 1945, el que se acerca en el film como algo simplemente inevitable, donde el amor privado queda para siempre entrelazado con la misión pública. Entre imágenes cuidadas y música que alimenta la atmósfera romántica y dramática de época, también están los aliados, los de la lealtad ambigua y los de aquella sin límites. Pero ellos están, pareciera, apenas para permitir que los protagonistas hablen y crezcan. Ese acento puesto en la palabra y en el destino escrito del 17 de octubre es quizá lo que le quita algo de ritmo al tercer largometraje de la directora. En Juan y Eva, el coronel Perón no puede más que transformarse en el general Perón, y por eso Eva habrá de convertirse en Evita. El castigo –presente en todo melodrama para con los amores imposibles–, habrá de ocurrir ya fuera de lo narrado: la muerte terrible y dolorosa de ella, el destierro para él, la mezcla de realidad y leyenda para ambos.