Diecinueve cartas y una postal
Uno de los grandes méritos de Un amor es el de anular cualquier posible rastro de cinismo. Ver la última película de Paula Hernández implica creer. Creer en que eso que nos pasa en la adolescencia y que suponemos es “todo” puede perdurar en el tiempo como una grieta que nunca acaba por cerrarse. Para sumergirse en el apacible mundo de Un amor no se necesita mucho más.
Bruno y Lalo son amigos inseparables, de esos que siempre van juntos como un combo. Hasta que al pueblo imperturbable de Victoria, en Entre Ríos, llega Lisa para perturbar todo. Irrumpir donde no pasa nada. Tomar por asalto el festival de hormonas adolescentes y también la cómoda mansedumbre de la adultez. Invade de chica; invade de grande. Lisa funciona como una bisagra, hay un antes y un después de ella, o al menos eso pareciera. Paula Hernández construye el relato en un ir y venir del pasado a la actualidad. En un primer momento, se produce un choque importante por la representación juvenil de esos seres adultos; narices, mandíbulas, ojos jóvenes no se corresponden con ellos mismos cuando pasa el tiempo, pero conforme la película fluye esas disparidades desaparecen. Lo que podría ser disruptivo en esas vueltas temporales es un plácido vaivén. No sabemos mucho de los chicos, sabemos apenas un poco más de los grandes: que Lisa emana y emanará un halo de misterio, que Lalo porta la simpleza en la mirada sin importar la edad, que Bruno carga sobre los hombros una cierta inconformidad que es menos real de lo que él quiere hacer parecer.
La historia –la de ellos, pero también la de la película– es de amor, de despertar sexual, de crecimiento, de amistad pese a las diferencias (de clase e intelectuales, son sutiles, apenas se esbozan, pero están). Es de esos tríos inseparables que a veces también duelen y golpean. Pero igualmente es de separarse porque las vidas van en direcciones opuestas. Lalo queda en Entre Ríos; Lisa viaja por el mundo; Bruno vive en Buenos Aires. El contraste entre ellos se ve hasta en los colores: los fríos del hotel en el que se hospeda Lisa o los de la casa de Bruno, tan moderna, en contraposición con los colores cálidos de Victoria y la casa de la infancia de Lalo. Sin lugar a dudas el cariño está puesto ahí en ese lugar donde el río siempre devuelve las cosas, como los devuelve a Lisa y a Bruno, aunque sea por un instante. Hernández plantea hipótesis sin argumentar respuestas ni soluciones. No nos presenta una historia para que miremos desde un lugar privilegiado de saber, no conocemos el contenido de esas diecinueve cartas porque Lalo tampoco lo conoce; no tenemos idea del problema de salud que tiene Lisa porque a ellos tampoco se lo dice. El único privilegio con el que contamos es el de recorrer con los protagonistas un período de sus vidas. Las preguntas están planteadas: ¿Puede la amistad perdurar en el tiempo a pesar de las distancias y las diferencias? ¿Puede el amor durar para toda la vida? Quién sabe.