El tercer film de Paula Hernández la establece como una de las mejores directoras de la reciente filmografía argentina, lo cual no es poco teniendo en cuenta algunos de los nombres que podemos encontrar ahí (desde Lucrecia Martel hasta Ana Katz). Construye un relato conmovedor que gira alrededor de tres personajes, atrapados en un triángulo amoroso que nunca olvidarán ni dejarán del todo. Pocas películas logran con tanta rapidez y facilidad la conexión con el espectador: sospecho que esta es una de ellas. Gracias a la sutileza conque se maneja la historia de los personajes, podemos sentir lo que ellos están viviendo.
Lalo y Bruno (Alan Daicz y Agustin Pardella) son dos amigos inseparables. Lalo es de perfil más bien bajo: ese tipo de personas calladas, que miran todo el tiempo al piso y no quieren dañar a los demás. Bruno es más efusivo, más directo, aunque en el fondo también comparte la inocencia y el miedo de su amigo. Los cimientos de sus mundos son sacudidos ante la llegada de Lisa (Denise Groesman) una jovencita que parece decidida a tener su primera experiencia sexual con alguno de ellos dos. A partir de ese momento el nombre de Lalo cambiará: será Concha. Tanto su amigo como su amor (¿imposible?) lo llamarán así. Las cosas no parecen ir mejor para Bruno, que entablará una relación con Lisa pero no sabrá cómo mantenarla.
Esa descripción de la historia parece adelantar demasiado, pero no: lo que importa aquí no es cuán original es, sino cómo está llevada a la pantalla grande. Es allí donde se luce todo el elenco, de tan buen nivel interpretativo que cuesta elogiar a uno por sobre el resto. Incluso los más chicos están bastante bien. Luis Ziembrowski (Bruno adulto) y Elena Roger (Lisa adulta) establecen una relación profunda y sincera, basada en las miradas, los gestos y las caricias. Es un placer verlos juntos en la pantalla y a la vez, una tristeza enorme. Igual que las breves apariciones del confundido Lalo (Peretti) que no sabe bien cómo reaccionar. La música Axel Krygier es bella y melancólica: hermosa. Pero a veces está en primer plano y parece indicarnos qué debemos sentir ante tal secuencia o momento climático. Es una pena, en un film cuya principal fortaleza es la sutileza conque maneja las historias dramáticas.
Mientras la miraba recordaba situaciones de mi propia vida: cuando una película, además de ser una amalgama emocional, me retrotrae a distintas etapas de mi vida, la considero un suceso en mi corazón. Son esas a las que vuelvo con el paso del tiempo para reveerlas con el mismo interés (o quizás mayor). Más aún si el título es Un Amor. No hay mejor descripción posible.