APRENDER A DANZAR
Todos los años, alrededor de 200 chicos de entre 8 y 12 años se presentan para el examen de ingreso en la Escuela de Danza del Teatro Colón. Es, como todo proceso educativo de carácter selectivo, un camino arduo, al que se le suma la propia exigencia de una actividad que hace del rigor con el cuerpo y la disciplina una conducta. Un año de danza, la película de Cecilia Miljiker, documenta ese proceso, el de la previa al ingreso hasta la muestra anual que hacen los estudiantes de la institución. Y se centra especialmente en el grupo de niños y niñas que transitan el primer año de la carrera, en el vínculo que tienen con aquello que los apasiona y también con sus familias, puntualmente madres y abuelas.
El documental mezcla la dinámica del relato estudiantil con lo deportivo, a partir de reflejar el entrenamiento, la enseñanza de la técnica, la dinámica grupal, pero también el lapso de tiempo en el que los estudiantes van alcanzando un mayor dominio de la danza. Si Miljiker no subraya la dureza en la enseñanza (el de la danza clásica debe ser uno de los espacios más competitivos y a la vez exigentes) ni el nivel casi obsesivo con que los jóvenes estudiantes buscan alcanzar su objetivo, eso se adivina cuando la cámara captura gestos y formas de los docentes, pero también en los testimonios de los chicos o de madres que buscan disimular la tensión. Es curioso cómo las madres quieren demostrar la libertad de sus hijos al elegir esa carrera, mientras invaden el espacio de los chicos y explican a cámara los sentimientos y deseos que los movilizan.
La directora opta por mezclar recursos tradicionales (testimonios a cámara de bustos parlantes) con otros más contemporáneos (un registro de observación), y es el montaje el que no sólo fusiona sino también construye la narrativa con envidiable precisión. A través de la edición, los cuerpos alcanzan un carácter coreográfico, logrando una notable continuidad entre tema y forma: si la danza es una actividad que mezcla la destreza física con el rigor en la precisión del tiempo, el documental hace de eso una bandera. En apenas 80 minutos transita un año de estudio, el recorte de cada estudiante permite ver un crecimiento individual y grupal. Y como si de una ficción se tratara, encuentra en la muestra de fin de año, en los ensayos hacia ese montaje, el clímax dramático que el documental necesita. Hacia el final, Un año de danza emociona porque nos comprometió en el recorrido de sus personajes y nos deja pensando sobre cuál será el futuro de cada uno. Y las despedidas del año del ciclo lectivo no sólo sirven para ver en esos exigentes estudiantes a los niños que en verdad son, sino también para descubrir la circularidad de un movimiento que no se acaba nunca.