Inglaterra año cero.
La nueva película de Mike Leigh tiene un formato coral, diálogos virtuosos y una dramaturgia muy precisa. La escritura, la puesta en escena, la fotografía y las actuaciones son impecables. Cada detalle está calculado al milímetro: los pequeños gestos, las breves réplicas y las miradas más sutiles conforman un universo regulado por códigos estrictos. El humor se administra con la dosis justa entre la burla juguetona y la crueldad. El conjunto forma una representación clásica de las relaciones entre parientes y amigos, que alternan compromiso y odio, hipocresía y celos, reconciliaciones y abandono. Durante las dos primeras horas, la historia seguía su cauce sin sobresaltos, aunque la vida que Leigh pretendía capturar nunca lograba plasmarse verdaderamente en la pantalla. Todo parecía encaminarse hacia un callejón sin salida hasta que, en los últimos minutos, un golpe maestro de puesta en escena libera a la película de sí misma y vuelve a colocar al director a la altura de los grandes nombres del cine contemporáneo.
Un año más avanza al ritmo de las cuatro estaciones, mediante elipsis que separan bloques formados por pequeños acontecimientos cotidianos, en torno a una pareja feliz y estable de sexagenarios, su encantador hijo y una adorable nuera. El hobby principal de la familia consiste en cultivar su huerta, metáfora tangible del paso del tiempo, de la muerte y de la regeneración. El resorte cómico lo origina un grupo de personajes satélites, almas abandonadas y excluidas del amor, que zumban alrededor de este atractivo frasco de miel. Mary es una cincuentona sexy que permanece soltera a pesar suyo y está interesada en Joe, el hijo de la pareja. Ken también es soltero y vive frustrado debido al amor por Mary no correspondido. Ambos ahogan sus penas en el alcohol y, a pesar de sus buenas intenciones, pasan a ser una carga para este ambiente tan benévolo. Un viudo exageradamente silencioso y su furioso hijo completan el panorama de los desamparados.
La tercera vía. Si bien las circunstancias y actuaciones son consistentes y creíbles, a medida que la película avanza resulta evidente que algo no funciona. No sabemos si es el academicismo excesivo de los encuadres, la utilización sabiamente estereotipada de la luz para diferenciar la primavera del invierno o el permanente tono irónico que se traduce de una escritura demasiado virtuosa. El eterno comienzo de las estaciones puntuado por la misma música de violines plena de buenos sentimientos acredita la tesis del título: es sólo un año más. La sólida estructura de las dos primeras horas hacía prever solamente dos resoluciones posibles: la crueldad o la sensiblería, ningún desplazamiento en la línea divisoria de la felicidad o un pequeño milagro del guión que una solitarios. Mike Leigh inventa una tercera alternativa, un cambio brutal de punto de vista.
Un gran viento helado sopla en los extraordinarios diez minutos finales. La familia perfecta se descubre repentinamente como un conjunto de seres desalmados, cuya amable felicidad encubre de mala manera una indiferencia robótica. El director pone toda su atención en el desasosiego del personaje de Mary, la amiga burlada se hunde y la película no la rescata. La cámara se mantiene lo más cerca posible de su rostro, ahora desnudo de las muecas consustanciales a la sátira. La película le ofrece algo mejor que un happy end, le brinda una ocasión para dejar de ser un títere, una toma de conciencia, un poco de amor.