Triste y alegre, como la vida misma
Mike Leigh es un especialista en relatar historias de gente común; en esta oportunidad, es precisamente eso lo que hace a lo largo de poco más de dos horas de proyección. El resultado de su tarea es un relato sólido y conmovedor a través de la pintura de personajes de gran carnadura humana.
El realizador partió desde una inmejorable base al elegir un elenco extremadamente solvente; Jim Broadbent y Ruth Sheen conforman una pareja que es la encarnación del sentido común y de la sensatez. Ken, viejo amigo de él, y Mary, compañera de trabajo y confidente de ella, traen hasta la apacible casa en los suburbios londinenses todos los problemas, las frustraciones y los desengaños que germinaron durante décadas de existencias chatas y monótonas; una compañera de trabajo de ella acaba de iniciar una nueva etapa en su vida con el nacimiento de su primer hijo y el hermano mayor de él tendrá que atravesar un duro trance familiar. Y Joe, el hijo treintañero de la pareja, aparece con la chica que aparentemente acabará con su soltería.
Leigh hace coincidir estas historias mínimas con el transcurso de las cuatro estaciones para marcar el paso del año al que hace referencia el título. Pero el mayor mérito del filme está en cada una de sus escenas: hay un enorme cuidado formal en el encuadre, una puesta en escena casi teatral por la admirable edificación de la tensión dramática, y un trabajo actoral sobresaliente, que le da la sensación al espectador de que no está presenciando actuaciones sino un pedazo de la vida misma de los personajes. Los diálogos, aparentemente cotidianos e intrascendentes, tienen una enorme carga emotiva, que se hace evidente en las miradas y en los gestos mínimos que cruzan los protagonistas.
El final de la película es todo un hallazgo: cierra el relato que ha propuesto el director mientras abre, simultáneamente, una nueva etapa en las vidas de los personajes, del mismo modo en el que las estaciones repiten su ciclo, año tras año.