En el prólogo de su ensayo Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes apuntaba la razón que le había empujado a escribir un tratado sobre la experiencia romántica: “Hoy en día, el discurso amoroso es un hecho de una soledad extrema. Es posible que lo estén utilizando miles de individuos (¿quién puede saberlo?), pero no lo defiende nadie; se encuentra completamente abandonado por los lenguajes que lo rodean, o ignorado y menospreciado, o bien es objeto de burla”. Parece oportuno poner en relación las palabras de Barthes con el tiempo presente, una época saturada por los emoticonos con forma de corazón, una época en que las películas de Philippe Garrel son acusadas una y otra vez de pecar de un exceso de ingenuidad. Por contra, también vivimos en el tiempo de las películas de Hong Sang-soo, con su perpetuo devaneo por los pliegues y repliegues del discurso romántico, un espacio creativo en el que ahora se adentra la directora francesa más importante de nuestro tiempo, Claire Denis, que, después de recibir el encargo del productor Olivier Delbosc de “adaptar” el ensayo de Barthes, se reunió con la guionista Christine Angot para volcar en la deliciosa Un bello sol interior un torrente de experiencias románticas personales.
En el mismo prólogo de sus Fragmentos…, Barthes abogaba por el retorno del discurso a su persona fundamental: “El yo, para escenificar así su enunciación, no su análisis”. Pese a que las huellas del texto de Barthes han quedado algo desdibujadas por el planteamiento de Denis y Delbosc, es posible encontrar en Un bello sol interior apetitosos rastros del discurso ensimismado que reclamaba el semiólogo francés: planos subjetivos que van punteando las íntimas escenas de pareja que conforman el corpus central del film. Mucho más habladas de lo que es habitual en Denis, estas escenas de encuentros y desencuentros acaban componiendo un collage de amoríos “escindidos”. Y no es solo que las parejas se rompan por los reclamos del personaje de Binoche (algunos comprensibles, otros absolutamente neuróticos, propios de la cara más absurda del cine de Woody Allen), sino que esa “escisión” procede de la propia estructura de la película: solemos encontrar a los amantes cuando su relación ya está empezada y nos enteramos de las rupturas cuando estas ya se han consumado. Todo resulta extremadamente fragmentario e inestable: un conglomerado de romances descoyuntados que abocan al personaje de Binoche a un estado de volatilidad emocional permanente.
Dicho todo esto, cabe destacar la arriesgada apuesta de Denis por explorar un registro humorístico, muy apoyado en la disección entre satírica y surrealista de las costumbres bohemias y burguesas (con Luis Buñuel en el horizonte), así como en el trabajo de Binoche: nadie como ella sabe disolver la gravedad de una escena rompiendo a reír como si no existiera un mañana. Cabe decir que el golpe de timón cómico no es tan aparatoso como el que diera hace unos años Bruno Dumont, pero Denis –cineasta de películas aguerridas, incluso hostiles– se atreve a poner en juego la comicidad sin disimulo, aprovechando el deseo de Barthes de retratar “el lugar de la persona que habla para sí misma, amorosamente, ante el otro (el objeto amado), que no le responde”.
Así, Denis se divierte mostrando a los amantes hablando en bucle, sin escucharse el uno al otro, ocultando sus verdaderas intenciones, o simplemente incapaces de expresarlas. Aquí es donde reaparece la sombra de Hong Sang-soo. El coreano pondría feliz su rúbrica al súbito cambio de perspectiva que, por unos momentos, deja a la omnipresente Binoche fuera de campo y permite la entrada en escena de un colosal Gérard Depardieu. Para cerrar el film, la pareja de históricos del cine francés protagoniza una secuencia de diálogo sublime, marcada por las confusiones y los sobreentendidos, la complicidad y la sospecha, la ternura y el engaño. Una conclusión monumental protagonizada por dos actores en la cima de su arte.