Un bolso lleno de carteras, o de qué va el síndrome de Diógenes.
Una enfermedad grave, prolongada, límite, suele ser devastadora para las personas que acompañan, una trastorno o desorden psíquico también. Las hay tanto antiguas, pasadas de moda y también las hay nuevas, cada época tiene las suyas.
El síndrome de Diógenes fue tipificado entre los años ´60 y ´75 del S.XX, aunque quizás existe hace mucho. Tal vez el artista Schwitters (Kurt Hermann Eduard Karl Julius Schwitters (20 June 1887–8 January 1948) hubiese sido diagnosticado con el síndrome. Su obra magna, se construyó con 20 años de recolección de objetos y desechos en una suerte de ensamblaje llamado Merzbau. , dicho de modo eufemístico: una montaña de residuos apilados (no la montaña mágica) que atravesaba dos pisos, del cual sólo quedan unas pocas fotos (yo conozco sólo una) ya que fue destruida por los nazis; en su derrotero de exiliado comenzó el Merzbau por lo menos dos veces más: una en Noruega y otra en Inglaterra donde murió.
Decía que quizás Schwitters tenía el síndrome de Diógenes, pero como no lo sabía, a su impulso recolector le dio un respeto por esa nueva basura que generaba la ciudad industrial, un desecho en el que todo estuvo diseñado, cada tapa, cada lata, o sea el residuo mismo. Pensar el desecho como un excedente de producción, esa pregunta lo llevó a crear interesantes y bellos objetos (Merz). Schwitters pudo crear arte con su impulso recolector y es quizas una de las primeras reflexiones sobre el desperdicio. Se dice que no entendía la sociedad de consumo y la creciente cantidad de basura, previamente diseñada que éste producía.
Quizás el síndrome de Diógenes no sea más que una forma extrema de un subproducto reactivo al propio sistema; sistema el cual nos impulsa a tener y retener irracionalmente pero también desechar para poder a tener como un ciclo infinito, objetos cuyo valor de mercado es mucho más elevado que su propia prestación. Ejemplos notorios son los electrónicos, o los coches de lujo.
En la acumulación, todo y cada cosa tiene un potencial valor de uso futuro; cada cosa tiene una belleza por haber sido previamente diseñada, o lo que le da el propio uso, o ya sea su forma o su lugar de encuentro(una piedra en la montaña). Parecería que en el colectar hay una imposibilidad de crear categorías que diferencian los objetos , tanto temporal como espacialmente.
Quizás el tirar, desechar, sea también el producto mismo de la super asimilación, de la actitud de olvidar el trabajo aplicado, de siempre tener algo nuevo, distinto; de la necesidad de tener que comprar y tirar, tirar y comprar.
Los textos de carácter psiquiátrico hablan de gente mayor de 65 años, ¿no será acaso el síndrome un síntoma de resistencia a un sistema cuyo objetivo final es consumirse a uno mismo y donde la muerte o la propia vejez se vive como descarte, quizás el síndrome de Diógenes es la aguda conciencia de que el mundo es uno mismo, que no hay diferencia entre sujeto y objeto, o también quizás es una forma alienada del retener, de no perder y dejar perderse nada, ¿habrá habido síndrome de Diógenes en la antigüedad? Quizás Rembrandt lo padecía, se sabe que era un coleccionista compulsivo. Donde hay “cosas” hay potencialmente un síndrome.
El film de Petralia choca la embarcación desde su propio comienzo, se hunde y va haciendo agua desde lo narrativo, problema que parece, general del cine de esta última época, quizás no sea responsabilidad del director más que ser sujeto de una época. La influencia de la explosión de contenidos ofrecidos por el streaming, en donde se mezcla el cine con el enlatado, el docusoap con documental o realitys o tele-realidad; noticieros y guerras con moda; el ensayo con el tratado, la fantasía se vuelca sobre la realidad mediado por un discurso pseudocientífico que todo lo permite. Bueno…, sobre esto se ha escrito bastante, Sontag o Marcuse son unos de los primeros que advirtieron sobre la obscenidad de la superposición, la simultaneidad de contenidos, que a su vez absorbe en un mismo menú: horror y banalidad realidad política y tips psicológicos en un mismo instante, haciendo de ello un continuum, que impide al espectador tomar una distancia crítica, al ser una mezcla sin relieve ni hiato.
Esta indeterminación parece que dió sus frutos en la sociedad; también sobre las escrituras, Un bolso lleno de carteras podría ser el piloto de un programa sobre casos de conductas “extremas o extrañas”, como lo era/es Intervención (Intervention, programa de telerrealidad, A&E, EEUU) o cualquier otro que seguro los hay.
Llámese como se quiera, la constante es hacer público lo privado, todos estamos obligados a participar, como hace el “couch” en una empresa con los empleados, o ¿acaso la vida no es una empresa?. Todo es un desvío de la estandarizada normalidad debe de ser corregido; nos machacan una y otra vez con soluciones que tienen un trasfondo confesional; yo soy alcohólica dice la mujer de cara hinchada, yo soy adicto al sexo dice el hombre de traje, yo soy adicto a las metas dice el joven sin dientes, siempre la tipificación mediante; lo importante, el primer paso de la cura es decirlo, nos dicen; ponerle palabras al desvío es el primer paso: mi madre tiene síndrome de Diógenes nos dice la hija entrevistada. (Me pregunto seriamente por qué Diógenes).
También, signo de la época, el documental elimina todo aquello que podría impresionar al espectador, nos lo dice pero no lo muestra, cuando lo quiere mostrar, está mediado por la belleza de la foto, el cine es imagen y sonido en movimiento, no literatura.
Un cine insípido que no tiene la voluntad de llevarnos de viaje, sino de contarnos sin asustarnos un problema, unas pocas lágrimas parecen ser suficiente y el espectador se pregunta ¿cual es problema?.
El film no indaga motivos, causas, consecuencias, simplemente es como la maestra que dice “no a las drogas” y muestra una caricatura de un supuesto usuario de marihuana, no pregunta, pero tampoco responde, todo es una declaración de principios, de problemas que no se concretan; momentos de intimidad adolescente que no hacen al problema central, o mejor dicho, no un hay problema central sobre el que pivota el film, de donde sale y vuelve la historia, el centro se desplaza de personaje en personaje, entre el que parece un analista con aspecto de analista pero que es director de teatro, pero que es cineasta, que parece que no lo sabremos nunca. El film tiene la paradoja de intentar poner de protagonista a dos mujeres cuando es un hombre el protagonista, es el que activa y moviliza a dos mujeres que no pueden por sí solas accionar (la hija y la madre) esta perspectiva está bien discutida entre Chion y Zizek en torno a Blue velvet (Blue Velvet, David Lynch, 1986, EEUU)
Parece en todo momento, que los personajes quisieran tener una charla filosófica sobre el teatro performático, centrado en torno a lo que les produce la casa; y siempre queda en lo siguiente: un hombre explicándole a una mujer lo que le pasa, o lo que pasa brinda una sensación rara que recuerda a lo que se denomina mansplaining, aunque simpático, rápido, es el arquetipo que la tiene clara. Como artista, como psicólogo, como organizador, como debe de ser un hombre; hablando y diciendo todo el tiempo como son las cosas.
Todos son enunciados de principios, pero nada se concreta en una emoción, ¿es el making off de una obra que en el film no se realiza, o es un adelanto largo?
Vuelvo a un punto, ¿quién es el protagonista? ¿qué es el objeto?.
Parece que la propia acumulación se devora la historia; la intervención del psicoanalista en la hora de film, es lo único que le da rumbo aunque es mínimo y puede pasar inadvertido en la profusión de escenas. La confrontación entre psicoanálisis-psiquiatría que hace el profesional, es uno de los mejores momentos del film, tardía, pero es lo que finalmente promete dar un rumbo que tampoco llega. Todo lo que sucede, la reconstrucción de datos depende de un trabajo por parte del espectador que lo que brinda el guión
Otra escena mínima, bella pero dislocada es el encuentro de la madre con una vieja amiga, el resultado final es que la cámara se va posando de personaje en personaje los cuales entran y salen de escena, de escena en escena los momentos que pasan delante de la cámara y no consolidan ni u personaje ni una historia.
Los cambios de velocidad y tiempo en el final es un recurso inexplicable, una suerte de resumen innecesario que nada explica, es sólo forma apresurada, otra vez, la voz del ya protagonista que machaca órdenes y reflexiones.
Si el film tiene un sesgo a reality, a episodio de programa de tv; como documental no queda claro cuál es su objetivo, todo transita una liviandad y planicie donde se desdibuja o no se logra dibujar el núcleo temático ¿es la relación madre e hija? ¿es describir un síndrome? ¿Abordar lo que hoy se considera un síndrome? ¿sus devastadoras consecuencias familiares?, ¿una indagación por la vida de esta persona que compulsivamente junta cosas?.
Desgraciadamente las fotos del cierre logran mostrar algo de todo lo que se dijo en palabras.
Finalmente me quedan muchas preguntas. Contestarlas creo, haría otro film, de todos modos dejo esta, y es cuando, sobre los últimos minutos, una voz, acusmática, pregunta sobre unas piedras en unos vasos, la hija de la que su voz conocemos, contesta: son cosas que no te puedo explicar.
Hay aquí , digo yo, un gran tema perdido, el de los rituales, se sabe que detrás de todos estos casos y algunos más, rituales secretos, personales, íntimos, que si se los deshilvana podrían dar algunas respuestas a estos fenómenos que en realidad están más del lado de los Noumenos; como bién dice el psicoanalista: la psiquiatría tipifica y unifica, haciendo del humano una cosa, cosa a la que resistía ya Kant y obviamente Freud; pero parece que todo está pasado de moda, indagar está pasado de moda, todo es más bién ponerlo en escena, el qué hago y qué puedo mostrar con la supuesta insanía (en este caso de su madre), personaje que desgraciadamente casi está borrado del film y mi espíritu sin embargo, clama por conocer.