Google lo hizo
El amperímetro de las buenas intenciones y la especulación se mueve de un lado al otro en esta ópera prima, Un camino a casa (2016), debut en el largometraje del australiano Garth Davis, quien vuelca la experiencia autobiográfica de Saroo Brierley, perdido a los cinco años en Calcuta y que tras 25 años de estadía es Tasmania, Australia, intentó reecontrarse con su pueblo y su familia biológica, gracias a las bondades de Google Earth.
A la Academia le seducen las historias inspiradoras, aquellas épicas del hombre común que resultan -en términos cinematográficos- espectaculares aventuras, atravesadas de una fuerte convicción y voluntad ante los obstáculos que se presentan y en la que cada peripecia deja -en cierto sentido- el embrión o la semilla del aprendizaje.
Para resolver una historia de estas características todo se termina balanceando en la transformación -o no- del protagonista. Por eso, que este opus arranque con una fuerza propia y casi documental para dejar plasmada la terrible realidad de los niños indios, sometidos a todo tipo de peligro y desprotección por parte de un estado ausente y una oferta de depravación que hace de la miseria y la pobreza el caldo de cultivo ideal para los negocios de todo tipo, predispone al espectador a mirar siempre desde el punto de vista de esa víctima.
No hay especulación afortunadamente, ni recurso de efecto o golpe bajo, cuando la mirada desde la pequeña altura de un niño de cinco años (descubrimiento de Sunny Pawar) magnifica todo lo que lo rodea. Los adultos, las calles atestadas de gente y una variable tras otra marcan el derrotero de lo que podría denominarse un héroe sin estrategia.
Eso es lo que ocurre de antemano en la primera mitad de esta película: Saroo vive con su madre (Priyanka Bose), su hermano mayor Guddu (Abhishek Bharate) y su hermanita (Khushi Solanki) en un remoto y pequeño pueblo de la India. Recoge piedras para ayudar a su madre, roban carbón con Guddu para conseguir un sachet de leche y en cada segundo pierde su infancia.
Sin embargo, a ese panorama poco alentador se le suma otor peor: una noche, mientras su hermano mayor continuaba con la tarea de la subsistencia, se pierde en un tren vacío y aparece en Calcuta, a 1600 kilómetros de su casa.
El niño no conoce el dialecto que predomina en ese lugar y es por eso que la indiferencia de todas las personas que transitan por las calles o la estación de tren a donde fue a parar se acrecientan junto con su angustia. Transita a merced de todo tipo de peligro y sin entrar en detalles es protagonista de situaciones que lo ponen a riesgo permanente hasta que la posibilidad de ser adoptado por una familia australiana tuerce el destino de su propio derrotero, pero también lo aleja definitivamente de su regreso al hogar.
Hasta ahí, el relato consigue generar el clima emocional sin mover las clavijas de la exageración, pero se fragmenta cuando viaja hacia el presente, con un Saroo (Dev Patel) ya educado y funcional a una familia (Nicole Kidman y David Wenham) que no conoce su verdadero origen.
La necesidad de regresar, de recuperar esa historia es el motor de una nueva búsqueda, pero también de la contradicción que genera el quiebre en la identidad. El guion se encarga, a veces con mayores aciertos que otras, de generar esa mezcla de sentimientos encontrados entre el protagonista interpretado por el oscarizable Dev Patel y un entorno que vive esa transformación desde otro lugar. Por ejemplo, enfocado en su novia Lucy (Rooney Mara), quien tarda en comprender que la búsqueda es solitaria y no en compañía.
Del otro lado de la balanza, el peso dramático de ambas historias, la del Saroo a la deriva y la del Saroo a la intemperie de los sentimientos, dispuesto a volver, es distinto y en el caso de la segunda mitad ya no sorprende desde el punto de vista narrativo, porque los lugares comunes aparecen sin buscarlos. Si hay otra manera de contar esta historia, eso queda a libre interpretación de lo que pudo o no haber movilizado al realizador australiano desde la propia experiencia del verdadero Saroo.
No obstante y sin pretender ahondar en otro tipo de planteos sobre la despersonalización o las consecuencias de las adopciones sustitutas con fines de dudosa beneficencia -que sin lugar a dudas sería el objeto de otro tipo de película- lo que aquí se rescata es la aventura y la apuesta a lo humano por encima de la deshumanización constante del mundo moderno, en un retrato descarnado de una realidad que para occidente siempre llega fragmentada, ya sea por esa impronta de cine for export que busca resaltar las bellezas de lo exótico o por esos retratos que hacen del miserabilismo una estética en sí misma.
Un camino a casa (2016) se encuentra, valga la redundancia, a medio camino.