Una de las maneras de pensar esta película implica concentrarse en su lado “políticamente correcto” y en la construcción de una estética que, de tan virada a lo sentimental, se vuelve difícil de sentir genuina. Sin embargo, la historia real en la que se basa (adaptada del libro de memorias de Saroo Brierley, llamado Un largo camino a casa) es sencillamente increíble. Lidia con un montón de aristas dramáticas: la construcción de la identidad, los vínculos familiares atravesados por la adopción, la realidad de los niños desaparecidos, la pobreza y desigualdad del mundo. Quedarse solamente con que esos temas son “golpes bajos” y aseguran la importancia de la película, parece una lectura al menos perezosa de un material que notoriamente está construido con fidelidad y mucha eficiencia en términos de actuación y fotografía, sobre todo en la primera mitad de la película.
Saroo, un niño de cinco años, vive en un pueblo de India con su madre y sus hermanos. Viven en la pobreza extrema; sin embargo lo rodean algunas formas de la belleza vinculada con la naturaleza: la lluvia, las mariposas, los frutos dulces, la mirada de su mamá. La película no escatima en cierta idealización de esa situación de pobreza en familia. Para los espectadores que nunca fuimos a India y que no tenemos ni idea de cómo es la vida en esos lugares de su interior recóndito, las imágenes se vuelven de un exotismo fascinante: el trabajo minero de las mujeres levantando rocas, el lenguaje, las caras y las pieles, la concentración de gente, la convivencia entre personas y animales. El vínculo de Saroo con su hermano mayor está basado no solo en la afinidad afectiva, sino en la complicidad nacida de la pobreza: es el encargado de enseñarle métodos de supervivencia y de educarlo en la picardía: esa “universidad de la calle” por la que inevitablemente pasan todos los niños pobres del mundo. En ese sentido, la película prepara quizá demasiado su devenir, y en esos gestos sobreexpresivos pierde un poco del encanto que tendría una puesta en escena algo más austera: antes de llevarlo a la estación de tren, por ejemplo, el hermano le advierte muchas veces que no debe venir con él y termina accediendo a llevarlo casi de mala manera. Ese augurio, esa advertencia donde cualquier espectador cinematográfico medio “se ve venir” que algo malo va a pasar, tal vez demuestre cierta desconfianza en una historia que no necesitaba de ningún lenguaje clásico de anticipación para funcionar.
Pero claro, la historia es increíble y Sunny Pawar, el niñito que hace de Saroo, nos compra el corazón. Cuando queda solito en la estación porque su hermano desaparece y empieza su viaje por la India, lo que implica separarse kilómetros y kilómetros de su madre (quizás la peor fantasía que tenemos los seres humanos), es imposible no sentir una empatía inmensa y una desesperación terrible. Ese niñito solo en ese mundo ajeno, por favor. En los veinte minutos siguientes la película alcanza su mayor entereza, el clímax de sus variadas puestas en escena: cuenta con crudeza y profundo detenimiento los efectos de esa sabiduría callejera en Saroo, cómo se las arregla para sobrevivir gracias a su inteligencia e intuición, la magnitud de la crueldad de un mundo donde los niños son mercancía. Uno de los recursos que resultan particularmente impresionantes, gracias a que la película contaba con un gran presupuesto, es el uso de niños y niños y más niños para construir la idea de masa: una masa de niños pobres que son más pobres aún que la pobreza. Los hijos de la multitud, cuerpos sin afecto y sin nombre, vagando como restos, como desechos. Hacía tiempo que no veía en el cine una escena con el efecto emocional que tiene la del orfanato donde Saroo termina una parte de su viaje: por un lado resulta un alivio (reconoce una acción institucional responsable sobre los cuerpos de los niños), pero por el otro dimensiona esa multitud en soledad de un modo del que cuesta mucho salirse, aun días después de haber visto la película. Finalmente, una familia australiana adopta a Saroo y lo saca de la pobreza para llevarlo a protagonizar ahora la historia de una familia blanquita, de clase media alta, con recursos occidentales para tener una vida “digna”.
Después de estos momentos, donde el cine aparece como esa combinación de elementos y recursos justos para contar esa historia de un modo único –como la literatura nunca podrá hacerlo–, la película avanza veinticinco años y se sitúa en la vida “buena” de Saroo, que va a la universidad, encuentra una novia, lidia con bastante sencillez con la vida en familia propuesta por sus padres blancos. Pero su pasado lo acosa, la búsqueda de su identidad se vuelve un imperativo y la narrativa se centrará, durante casi cincuenta minutos, en la angustia del personaje que tiene que revisar su inconsciente para lograr comprender lo sucedido y encontrar un camino a casa. Es ahí donde la película baja demasiado la intensidad y construye el drama psicoanalítico de un modo demasiado extenso e insistente, cometiendo el error de equipararlo en importancia cinematográfica con esa primera mitad llena de acción verdadera, de cuerpos en movimiento, de herencias formales del cine de aventura. El viaje interior se vuelve demasiado solemne porque el recurso que la película encuentra para hacernos dimensionar la dificultad del personaje es la temporalidad real: dejar pasar minutos y minutos reales de metraje en ese devenir de un Saroo adulto que se deprime, habla con este, habla con el otro, tiene líos con la novia, vuelve a su casa, llora. El actor no resulta demasiado convincente y los conflictos familiares parecen impuestos, porque la película cambia su tono de modo tan radical (también en términos fotográficos y de arte) que la falsedad de la puesta en escena empieza a ser ostensible. Tal vez haya una intención de dirección a la hora de hacernos ver la ajenidad de esos decorados, de esos espacios; tal vez es justamente por eso que la desesperación porque Saroo logre recordar dónde es su pueblo y llegar finalmente a casa se vuelve tangible (empezamos a desear solamente que la película termine). Es justo decir que el final cumple con la consecución de ese deseo, estableciendo un momento dramático de una profunda intimidad, donde la palabra identidad se llena de sentido. La vuelta a la India es la vuelta a la vida, del personaje y de la película. Al mirar este material me resultó imposible abstenerme de pensar en los niños apropiados en nuestros pueblos durante la última dictadura militar; en ese proceso conocido de muchos compañeros que buscando su identidad no tienen más remedio que encontrarse consigo mismos y atravesar dolores de magnitudes casi inimaginables. La diferencia aquí, nada menor, es que el Saroo adulto cuenta con sus padres adoptivos y son ellos quienes lo apoyan hasta el final en la búsqueda de sus orígenes; sin dudas eso sí es el retrato de un amor verdadero.