“Cinema Paradiso” en pleno Litoral
La directora traza el retrato de un héroe vecinal de un pueblo entrerriano, amante del cine al punto de que decide levantar él solo una sala para volver a ver películas como se debe.
Hay épicas que si se las pone a la altura de la Humanidad pueden ser pequeñas, microscópicas incluso. Pero basta cambiar de escala y ubicarlas en la proporción de sus protagonistas y contexto para que cobren otra dimensión. Un pueblo pequeño del litoral, por ejemplo. Un hombre menudo y modesto, que trabaja de albañil y vendedor de zapatillas económicas, pero es un enamorado del cine. La idea loca de levantar una sala después del cierre del cine del pueblo. Los cimientos, los ladrillos y la mezcla. La gestión para conseguir un proyector, la pantalla y las butacas. Películas en celuloide cuando el cine empieza a digitalizarse. Y un tiempo más tarde, cuando la sala (Paradiso) funciona, la desgracia, la depresión y a empezar de nuevo, levantando otra sala de cero, siempre trabajando tan solo como un personaje de Jack London. Y todo, pura y exclusivamente por amor. Por amor al cine. Y por convicción de que los vecinos de que ese pueblo próximo a Villa Elisa, provincia de Entre Ríos, merecen un cine propio. Omar Borcard, héroe vecinal.
Las primeras imágenes son asombrosas, en su naturalidad. Omar recorre el pueblo en auto y va parando en las casas donde hay chicos, para ofrecer una entrada a cada chico. “Acuérdense, viernes y sábado a las 21, sábado a las 20”. Hace un poco de memoria: “Este fin de semana… Kung Fu Panda y Dos tigres, una película hermosa sobre dos tigrecitos que se crían juntos”. Su mujer, Teresa, diseña los carteles. “No sé si le gusta tanto el cine como a mí”, se franquea Omar. “Le gustan algunas películas, no todas, como a mí”. A Teresa le gustan las de amor, algunas comedias, algunos dramas. “A mí”, dice Borcard, “me gustan las comedias románticas, los dramas, las de acción, las bélicas…” Parece como si estuviera pensando en el cine de los 50. Confirma: “Y me gusta el cine clásico”. De chico Omar trabajó como canillita, para paliar la pobreza familiar. Un día descubrió el cine, y no quiso irse más.
En la biblioteca del lugar, que se ve resplandeciente de tan nueva (está instalada donde estaba el cine que cerró), Omar hojea revistas de los 60. Palito, Palito, Palito y Palito: su ídolo absoluto es Palito. Hasta el punto de que su sobrina, de quien Omar está a cargo como una hija, se llama Evangelina. Por suerte salió rubia, que si no hubiera quedado raro. En el comedor de la casa, donde apenas hay lugar para moverse, Teresa no sabe muy bien qué hacer con los cubiertos en la mano. “¿Puedo servir la mesa?”, le pregunta a la realizadora, que está fuera de cuadro. “Vos hacé nomás, no preguntes”, le recuerda Omar. Teresa no puede dejar de mirar. “Bueno, ahora miramos el televisor”, instruye a Evangelina y su hija (¿Julieta?). La directora da cámara, todos miran al televisor salvo Teresa, que echa una especie de micromiradas permanentes a la lente. Al final, la realizadora Luz Ruciello proclama una especie de “ma’sí” virtual y el diálogo entre el delante y el detrás de cámara queda institucionalizado.
Ruciello sabe cómo y cuándo jugar sus cartas y cuándo “taparlas”, presentando en los primeros tramos el statu quo de Omar y su sala y reservando para la segunda mitad el asombroso levantamiento, ladrillo a ladrillo y sin saber si le va a dar la plata para terminar o no. Aparece un cura queriendo donar un proyector Gaumont del año… ¡1928! ¿Sonoro, mudo adaptado? Herrumbrado, seguro. “Llamé al proyectorista del cine para que me enseñara, y en cuatro sesiones aprendí”, dice Borcard. “Nos faltaba una correa y le pusimos una de lavarropas”. Se nota que el dueño de la sala Paradiso es prolijo para la contabilidad. “Tardamos 168 domingos en levantarlo”. Omar es como un pariente espiritual de Jorge Mario, el cineasta de Amateur (N. Frenkel, 2011), que filma superproducciones en Super-8 (¡también en el Litoral!). Un tiempo después de tanto esfuerzo, el colapso (que Ruciello presenta de modo brutal) y allí donde la mayoría bajaría los brazos, Omar Borcard vuelve a empezar, guiado tal vez por uno de sus lemas: “Es todo magia”.