Se estrena Un cine en concreto, documental de Luz Ruciello acerca de Omar Borcard, un apasionado del cine que construyó una sala con sus propias manos. Un relato sobre la perseverancia y la obsesión de una persona por conseguir sus sueños.
Hay diferentes formas de vencer a la muerte. Durante décadas se ha dicho que el formato casero está matando a las salas cinematográficas. Se decía en los años ’50 cuando apareció la televisión. Se decía en los ’70 y ’80 cuando aparecieron el cable y el VHS sucesivamente. Se dice ahora con el streaming.
Pero lo cierto es que si bien el caudal del público ha disminuido y las cadenas multinacionales se han devorado a las salas de barrio, el cine sigue viéndose en el cine. Como debe ser. Y Omar Borcard, de Villa Elisa (Entre Ríos), es uno de los grandes héroes de esta doctrina. Porque cuando en 1986 se cerró el viejo cine de barrio, él, albañil, usó sus conocimientos (sus poderes) para construir, desde cero, en lo que fuera la casa de su madre, una sala. Con el apoyo de su esposa, de un cura que le donó un proyector, y utilizando las viejas butacas del antiguo cine, armó una sala con la única motivación de transmitir la tradición de ver cine en el cine para las generaciones venideras.
El documental de Luz Ruciello no se separa de su protagonista, de su amor por sentarse en una butaca y poder ver películas, especialmente, de su admirado Palito Ortega. Filmada en varias etapas, la película centra su mirada en esos ojos perdidos, simples, obsesivos que, en una cruzada quijotesca, no renuncian, pese a innumerables contratiempos, a convertir terrenos baldíos en un espacio cinematográfico.
Con una puesta sencilla y contemplativa, la directora retrata al personaje con cierta distancia. Exhibe el amor que le dedica a su sala, con la pulcritud, perseverancia y el detalle que un escultor le dedica a su obra, utilizando sólo herramientas que tiene a mano. La sonrisa de poder regalarle a los chicos entradas, la pasión por el arte de proyectar parecen sentimientos perdidos en el tiempo, aislados de la vorágine del ritmo urbano. Justamente, uno de los momentos más sensibles y emotivos del film de Ruciello es cuando el protagonista viaja a la ciudad y se enfrenta a una sala legendaria como la Lugones, quedando sorprendido por la magnitud del proyector.
Inteligente, la directora guarda un misterio, relacionado con el ir y devenir en la estructura temporal (hay notables cambios de estética y textura visual), que recién en el final se hace explícito, y no hace más que agigantar la figura de este pequeño y enjuto hombre, un hidalgo moderno, que no se rinde ante los avatares o ante los avances tecnológicos. El último gran héroe de las salas cinematográficas.