En el norte de la provincia de Neuquén, allí donde el turismo no suele llegar, se ubica un pueblito cerca de la cordillera cuyos habitantes se dedican mayormente a las tareas rurales. Hacia ese sitio se trasladó Miguel Zeballos para filmar este documental.
Perdida en la inmensidad del territorio hay una casita de adobe y paja. Ahí vive Mercedes Muñoz, quien se prestó amablemente para protagonizar esta producción.
La cámara está muy cerca de ella constantemente. Vemos cómo destina casi todo el día a la crianza de ganado vacuno, gallinas, y también algún caballo.
Al parecer su actividad es rutinaria. No sabemos si vive sola o con la familia de su hija, que participa muy poco del relato.
El director toma la figura de Mercedes para saciar su curiosidad filosófica sobre ciertas reflexiones personales. Él mismo, con la voz en off, cuenta lo escrito en un anotador. Son ideas muy profundas, existenciales, y esos pensamientos los narra con una tranquila música instrumental de fondo. Lo inquieta el vacío, la ausencia. Y durante la película intenta transmitir esa sensación a través de las acciones y la piel curtida de ésta mujer.
Miguel Zeballos comete el mismo pecado que otros colegas suyos, los tienta la idea de producir un documental porque piensan que tienen una historia interesante o una imagen que les revolotea dentro de la cabeza y necesitan plasmarla en una pantalla. Y no todo puede ser filmado para que lo vea un gran público. Deben tener la sagacidad para separar bien los motivos personales. de los que tienen valor cinematográfico.
La protagonista no se amilana frente a la cámara, se la ve cómoda y a gusto. Aunque no por eso el relato resulte atractivo. Es lento, cansino y aburre hasta la exasperación.
Lamentablemente no hay ningún elemento rescatable, sólo los maravillosos paisajes patagónicos, pero que no logran llenar el vacío que tanto le preocupa al director.