"Un crimen argentino": intriga débil.
Basada en la novela homónima del periodista Reynaldo Sietecase, Un crimen argentino comienza con aquel discurso infame en el que el general Videla intentó explicar que 30 mil personas podían desaparecer como “muertos en vida”, ser “una ilusión”. La cita viene a cuento, no solo porque la opera prima de Lucas Combina transcurre en tiempos de la dictadura, sino porque gira alrededor de una desaparición, sucedida realmente en la ciudad de Rosario hacia fines de 1980. Aunque no se trate de una desaparición política sino de un caso de secuestro civil, el film quiere ver en ella un reflejo a escala de lo que sucedía en la época. No solo por aquel discurso sino porque en la trama aparece un militar de alto rango, aparentemente muy interesado en una solución sospechosamente rápida y expeditiva. A la vista del caso, sin embargo, la tesis de este film distribuido por Warner y HBO suena forzada.
Al despacho del juez de instrucción Jorge Neldo Suárez (Luis Luque) llega la denuncia por el secuestro de un empresario, Gabriel Samid, y el juez deriva la investigación a sus secretarios Antonio González Rivas (un correcto Nicolás Francella) y Carlos Torres (el debutante Matías Mayer, lo mejor de la película). Los secuestradores piden un millón de dólares, mientras Rivas y Torres van siguiendo la línea de puntos. Se entrevistan con los familiares de Samid, se apersonan en el club nocturno donde se vio por última vez al empresario y finalmente tienden la clásica trampa. Acceden a pagar y combinan la entrega del dinero en un lugar público, donde el policía Cerbera (Alberto Ajaka, convenientemente duro) concurrirá con sus hombres -una pandilla de torturadores- para atrapar a quien vaya a retirar la millonada. Sencillito, aunque la cosa sale previsiblemente mal (si no fuera así la película terminaría antes de la media hora). A todo esto, González Rivas y Torres sospechan de Cerbera, “puesto” en la investigación por un teniente coronel Ríos (César Bordón, excelente como siempre), y el juez Suárez sospecha a su vez de éste. Hasta que los hilos llevan hasta un abogado-estafador (Darío Grandinetti, más desahogado que haciendo de Perón en Santa Evita), que acompañaba a Samid la noche que desapareció. Y que podría ser su secuestrador. O no.
La intriga de Un crimen argentino es débil. Hay un solo sospechoso, de no ser por Ríos y Cerbera, pero en el caso de éstos la resolución decepciona las expectativas generadas. El villano es igualmente débil (un presunto “demonio”, ciertamente muy menor), y los hilos narrativos otro tanto. No hay quiebres ni sorpresas. Los personajes están definidos por una única característica, y ésta no es precisamente profunda. Torres es lechervida, González Rivas se va del país en días más, no se sabe muy bien por qué, y su relación con una colega del juzgado (una impecable Malena Sánchez) no suma ni quita nada. El juez es de ésos que posan de guapos ante sus subordinados, pero se ve a la legua que es un buenazo de aquéllos. Y eso va siendo todo. Solo cabe agregar que el caso finalmente resulta ser lo que parecía a primera vista, sin relación directa con la dictadura. Por más que aparezca un hombre de uniforme y unos policías de picana en mano. Pero la picana la usa cualquier policía, no hacía falta ser miembro de un grupo de tareas para conectarla.