Basado en una novela non fiction de Reynaldo Sietecase, llega a nuestras salas uno de los estrenos de cine nacional más importantes del año. Una película que define su peso por el valor de identidad que porta, situándonos en coordenadas históricas muy delicadas. Trata el caso de desaparición y asesinato de Gabriel Samid, empresario rosarino, un impactante hecho real ocurrido en diciembre de 1980, horas antes de la muerte de John Lennon, un crimen que conmovía al mundo entero. Lucas Combina, convocado por el productor ejecutivo Juan Pablo Buscarini, es el joven realizador que tiene la responsabilidad de recrear una época en donde el contexto social del país atravesaba la pesquisa y sus consecuencias.
¿Sin cuerpo no hay delito? El poster mismo de la película nos interpela incluso antes de comenzado el metraje. Las palabras del deleznable Teniente Jorge Rafael Videla sirven como introducción al film: un desaparecido es una entidad, a quien no puede atribuírsele la condición de vivo o de muerto. Distintos puntos de vista construyen -e interpretan- un relato anclado en las bases del género policial. Un abordaje que no es conclusivo y cuyo enfoque mantiene la intriga a ojos de un espectador que jugará a resolver el misterio que se desenvuelve a modo de una lucha contrarreloj. Las fiestas navideñas se acercan, las hojas del almanaque caen rotundas y la feria judicial indica que la burocracia debe cumplir en tiempo y forma. Ambientada en una urbe que conserva el patrimonio arquitectónico de la época, “Un Crimen Argentino” toma el recurso literario del red herring (aquella maniobra de distracción, una falsa pista instalada que desvía la atención del tema central) como disparador alrededor del cual se construye un thriller de investigación soberbio.
Ya sabemos que clase de auto doblará en la esquina y las condenables prácticas que evidenciarán el abuso perpetrado por un cuerpo policial subordinado al poder dictatorial. Las sospechas se ciernen sobre aquel círculo corrupto; héroes y villanos se deslizan a través de los hilos narrativos. A fin de cuentas, el rostro del mal sabe cómo disfrazar su naturaleza. Los verdaderos monstruos se camuflan, amparándose en el maniobrar impune de una dirigencia viciada. Es un tiempo apropiado para desconfiar de cualquier semejante, la paranoia vive en las calles y la justicia queda expuesta, sometida, en su proceder. La cámara persigue ángulos cerrados escudriñando rostros, el calor veraniego asfixia, la dupla de nóveles hombres de ley examina posibles coartadas y las sombras avanzan amenazantes en la oscuridad. En la radio suena Miguel Cantilo y Rosario atardece dividida por la pasión en multitudes que despierta un color: Central y Newell’s son pasión de multitudes. Y también una bienvenida distracción para tiempos donde es mejor callar, hacer oídos sordos y mantenerse aparte.
Un elenco notable (Nicolás Francella, Matías Mayer, Luis Luque, Malena Sánchez, Darío Grandinetti, Rita Cortese, César Bordon y Alberto Ajaka) hace confluir a una generación de intérpretes consagrados con referentes de la nueva escuela. El resultado, merced al acierto de Combina, es una proverbial sinfonía actoral, en la cual destaca, por encima de todos, el inmenso Ajaka, componiendo un despreciable malvado que quedará en la rica historia del cine nacional. Un abordaje realista enmarca la corrupción imperante: las fuerzas militares y policiales poseen sus propios métodos para llegar al mismo destino que la justicia. En los márgenes y a escondidas, individuos de dudosa moral se apropian de aquello avalado por el relato oficial con tal de propagar sus arteras y turbias maniobras. La frase que afirma que ‘no hay crimen perfecto, sino argentino’, pronunciada por el personaje que interpreta Francella, dice mucho acerca de la endeble integridad de nuestras instituciones. El destino que corriera el excarcelado Márquez, hará lo propio.
En la exacta dosis de dramatismo, afín a conseguir la necesaria veracidad que un relato de tamaña envergadura requiere, Combina lleva a cabo un meritorio trabajo. La suya es una mirada microscópica sobre un profundo resquebrajamiento social, político y moral: lo sórdido y lo sinuoso ganan territorio, rumbo a una revelación final que, bajo sometimiento y tortura, incomodará a miradas sensibles. Sin embargo, el hecho de que lo traspuesto a la gran pantalla haya sido real y que el destino del culpable se haya convertido en una auténtica incógnita, es el aspecto que más horroriza de un caso que forma parte de la mitología criminal del suelo nacional.