La crónica periodística y la novela negra compartieron desde los albores del siglo XX el compromiso en el retrato del crimen como emergente de una oscuridad presente en los cimientos de la sociedad. A diferencia del policial del enigma, en el que la voluntad del detective consiste en llevar orden al caos del mundo y comprender los mecanismos ocultos del mal, en la novela negra el crimen nace de las calles y el detective es apenas un cronista de su cruel itinerario. En esa tradición se enmarca la novela de Reynaldo Sietecase, publicada en 2002, basada en un hecho real y tan heredera de la serie negra universal como de la realidad argentina que asumió la trágica forma del policial en los años más cruentos de la última dictadura.
Ambientada en la ciudad de Rosario, Un crimen argentino sigue la investigación de la desaparición de Gabriel Samid, el hijo de una prominente familia de la ciudad y asiduo de la noche y de las malas compañías. En esa pesquisa se conjugan tanto el interés de los militares por conseguir una rápida resolución como la voluntad del juez Suárez (Luis Luque) de encontrar a Samid con vida. Quienes ofician de detectives del caso son dos jóvenes secretarios del juzgado, cuya responsabilidad profesional se tensa con sus situaciones personales: la decisión de abandonar el país por un mejor futuro para Rivas (Nicolás Francella), y la vocación de permanecer en el sistema judicial para Torres (Matías Mayer).
El camino de ambos es por demás espinoso, condicionado por los secretos que rodean a la familia Samid –acá es donde la película es menos profunda-, por la imperiosa necesidad de los militares de encontrar un culpable, y sobre todo por la oscuridad de aquel tiempo, en el que las desapariciones y la impunidad estaban a la orden del día.
La idea de la historia es que es difícil hacer justicia en un sistema corrupto, idea nacida del nervio ético de la literatura que le dio origen. En esa línea, la película es efectiva pero cautelosa, su puesta en escena nunca expande las oscuridades morales hasta los estamentos a los que el cine negro llegó a erosionar. En el comienzo, la trama se construye de manera algo mecánica, cumpliendo con las reglas del género pero con un aire artificial, no del todo asimilado a una narrativa propia. En ese juego de sortear aprietes y mantener convicciones, Luque es quien mejor se mueve al delinear a la figura de Suárez en un precario equilibrio, sin convertirlo nunca en un falso héroe.
Ahora bien, a medida que avanza el relato, las piezas parecen acomodarse con soltura y la fluidez consigue superar cualquier pequeño desajuste: ello se debe sobre todo a la presencia de Márquez (un impecable Darío Grandinetti), un abogado y expresidiario que se convierte en una pieza clave del misterio, cuya inquietante serenidad consigue un pulso ominoso que no había aparecido antes en la película.
Lucas Combina maneja con solvencia y profesionalismo los recursos del género en una ópera prima que consigue un retrato aceitado y efectivo de uno de los momentos más negros de la historia argentina.