Un crimen argentino es un policial inspirado en un crimen real, retratado en un libro escrito por el periodista Reynaldo Sietecase. La historia transcurre en diciembre de 1980, en Rosario, provincia de Santa Fe, Argentina. Un adinerado hombre de negocios, Gabriel Samid, desaparece y dos secretarios del juzgado -Antonio Rivas (Nicolás Francella) y Carlos Torres (Matías Mayer)- reciben la orden del juez Suárez (Luis Luque) de investigar el caso. En paralelo la policía avanza con sus pesquisas y el comisario (Alberto Ajaka) tiene una postura menos interesada en la verdad y más en cerrar el tema cuanto antes. ¿Es una desaparición sin explicación o es un secuestro? ¿Samid está vivo o está muerto? Esas dudas son mal guiadas por un guión que empieza con tropezones y termina con caída.
La voz en off del dictador Jorge Rafael Videla y su infame discurso sobre los desaparecidos son el inicio de la trama que promete una fuerte conexión con los crímenes cometidos durante la dictadura. Pronto sabremos que no es así. El discurso de Videla sirve más como contexto que otra cosa. Como el asesinato de John Lennon, la película lo usa para ubicarnos en la época. Claro que el tema del gobierno militar es una presencia constante en la trama, pero al tratarse de una desaparición, todo grita que hay que pensar en un tema político. El policía violento, el militar que presiona al juez, todo dice que hay que pensar en eso. Como es una trama policial y de suspenso, no hay que adelantar hacia dónde va la resolución, aunque por otra parte la película abandona el suspenso luego de los primeros treinta minutos. Las promesas del comienzo y las historias que se despliegan consiguen interés hasta queda claro que el guión es muy limitado y que la resolución será muy insatisfactoria. El comisario represor es una caricatura del cine argentino de la década del ochenta, porque los actores nacionales no saben hacer esos papeles sin enloquecer. Los dos protagonistas hacen lo que pueden pero los diálogos y las situaciones son páginas de guión sin espontaneidad alguna. Y el siniestro Márquez, principal sospechoso, es un personaje sin fuerza alguna. Darío Grandinetti lo interpreta con el viejo tono inexpresivo con el cual ha hecho una carrera, pero al menos no hace de un personaje famoso, por lo que simplemente está apagado. El problema, una vez más, es el guión.
Ambientada durante la dictadura, no es una película sobre la dictadura, aunque no se priva de una escena de tortura explícita, como el cine argentino tenía la necesidad de mostrar cuarenta años atrás. En esta trama, no tenía justificación. Para peor, lo hace en un montaje alterno con otra situación clave de la trama, lo que la vuelve aún peor. Fuera de control, la película parece estar más cerca de justificar dicho crimen atroz que de condenarlo, una clásica ambigüedad ideológica de los guiones sin rumbo. No, no lo hace, pero incluir ese momento es un error más de una trama que se apaga hasta quedar en nada.