Un crimen común puede pensarse como el reverso de La larga noche de Francisco Sanctis, la ficción que Francisco Márquez realizara anteriormente (en codirección con Andrea Testa). En ambas películas el desencadenante de la acción involucra a una persona común y corriente en un hecho de relevancia política. La tensión se centra entre la oportunidad –y los riesgos– de pasar a la acción de manera concreta o –por el contrario– mantenerse al margen, en la comodidad del statu quo. En el caso de Francisco Sanctis, se trataba de un hombre de familia rutinario con un pasado militante que, en plena dictadura militar, tenía la oportunidad de advertir y salvar a una pareja a punto de ser desaparecida por las fuerzas represivas del Estado. Esta vez, el relato se sitúa en la actualidad y la protagonista es Cecilia (Elisa Carricajo), una docente de Sociología que tiene –y rechaza– la oportunidad de salvar a Kevin (Eliot Otazo), el hijo de su empleada doméstica, de ser asesinado por la policía víctima del gatillo fácil.
A partir del rechazo a involucrarse, la película se desarrolla como un thriller introspectivo en el cual el peso moral de la decisión de Cecilia se agiganta sobre su espalda. Sus intentos de acercarse a su empleada (Mecha Martínez) y acompañarla en el duelo revela, en todas sus interacciones, la insalvable asimetría de un vínculo regido por la culpa de clase, por la contradicción que experimenta quien enseña teoría marxista en una universidad pero es incapaz de superar el miedo al Otro. La ausencia de Kevin se vuelve presencia fantasmagórica en un sugerente juego con los códigos del relato de horror que aparece en la segunda mitad de la película, que se vuelve más sensorial y menos discursiva que la primera mitad –quizás demasiado preocupada por plantar bandera cayendo en algunos subrayados que no benefician a la sutileza del conjunto–.
La secuencia final merece una mención especial, reuniendo la despreocupación del juego infantil –un lujo del mundo del burgués al cual pertenece Cecilia– con el grito munchiano de horror ante la violencia real: esa que no se ve y que, si se vislumbra, es siempre de lejos.