"Un crimen común": dilemas de clase y el problema de un "otro" peligroso.
El film sigue un sendero poco trajinado por los cineastas argentinos, combinando una mirada social con otra más enraizada en la tradición del cine de género.
Las primeras imágenes de Un crimen común están tomadas desde el tren fantasma de un parque de diversiones que recorre un túnel oscuro mientras, entre penumbras, se dibujan contornos de monstruos clásicos de la ciencia ficción y el cine de terror, desde Freddy Krueger hasta King Kong, pasando por figuras mitológicas provenientes de las catacumbas del mundo. De lo monstruoso, justamente, habla la primera película en soledad de Francisco Márquez luego de haber codirigido La larga noche de Francisco Sanctis junto a Andrea Testa. Mejor dicho, habla de una idea adquirida de lo monstruoso, de cómo se construye y cómo esa construcción mueve las cuerdas internas cuando finalmente se materializa. Pero los monstruos aquí no surgen de la imaginación de un escritor o guionista, sino de la más desigual y violenta de las realidades, la misma que –literalmente– toca la puerta de la casa de Cecilia.
Como La larga noche…, Un crimen común es circunspecta y contenida, una historia de minucias gestuales y de frases dichas al pasar, casi siempre en tono temerosamente susurrante, por personajes sometidos a dilemas impensados y cuya resolución, sea cual sea, tendrá resonancias éticas y morales impensadas para ellos y su entorno. Personajes hijos de un contexto y formados bajo determinados parámetros que crujen ante una situación impensada. En el caso del atribulado Franscisco Sanctis, típico padre-proveedor de familia con un trabajo gris, la cuestión era si hacer llegar a destino la carta con información sobre una inminente “chupada” de la dictadura militar entregada por una ex compañera de facultad a la que hacía años no veía. Aquí, Cecilia es una profesora de Sociología de vida cómoda, divorciada y con un hijo, a la que se le queman todas las teorías marxistas que enseña, todas los cuadros y apuntes sobre circulación y dominación del capital, cuando duda si dejar entrar o no al hijo de su empleada doméstica, un morochón con gorrita y llantas que trata de huir de la Gendarmería durante una noche lluviosa.
Sanctis, incluso contra sí mismo, iba para adelante observando los pliegues nocturnos de la ciudad con una mirada de gato amenazado. Cecilia, en cambio, no acciona. O no al menos hacia el exterior, pues lo suyo es un torrente de emociones solapadas que la cámara de Márquez entrevé en la mirada asustadiza de la actriz Elisa Carricajo (del grupo Piel de Lava y conocida por sus recurrentes colaboraciones con Matías Piñeiro y Mariano Llinás). Y a medida que dimensione las consecuencias de su (in)acción, peor: no hay nada en el ideario progre que intenta transmitir que diga qué hacer cuando observe el rastrillaje para encontrar una víctima que ella, por temor o imposibilidad, ayudó a crear. Su trayecto es el de la duda y la vacilación, el de acercase a esa madre desahuciada que busca respuestas mientras el inminente ascenso laboral empieza a pender de un hilo a raíz del desgano impuesto por la situación.
Cecilia debe luchar contra la culpa pero también contra un bagaje con más libros que calle y una cosmovisión atravesada por la concepción de un “otro” peligroso, una tensión de clases que lleva a la película a un sendero poco trajinado en el cine argentino contemporáneo, combinando una mirada social con otra más enraizada en la tradición del cine de género. Aquí conviven giros argumentales (la potencial disociación con la realidad) y estéticos (los recurrentes primeros planos de una Cecilia carcomida por dentro) del drama psicólogo más tradicional y una atmósfera opresiva y paranoide cercana a los thrillers políticos de los ’70. ¿Es palpable el miedo? ¿Puede señalarse con el dedo el motivo de esa sensación? Preguntas que Márquez deja abiertas, dejando que sea el espectador el encargado de encontrar respuestas.