El fantasma de la culpa.
La subjetividad de la protagonista Cecilia (Elisa Carricajo) atraviesa tangencialmente este segundo opus de Francisco Márquez (La larga noche de Francisco Sanctis, 2016) para desarrollar un relato, que introduce elementos de género disparados por una situación límite que pone en juego un conjunto de valores relacionados con la ética y la moral, en un contexto donde lo cotidiano absorbe el contrasentido de lo que puede considerarse orden o justicia.
En ese aspecto, la oposición entre teoría y práctica confronta discursos de la intelectualidad frente a realidades sociales que se alejan completamente de la retórica vacía o académica, la cual naufraga en intentos de explicaciones sobre conductas sociales o humanas cuando existen factores que definen otro tipo de código ético o moral.
Trastocada, sería la palabra adecuada que encaja en Cecilia, profesora de sociología en la Universidad, a cargo de un hijo pequeño y ayudada en los quehaceres domésticos por una empleada, Hebe (Mecha Martínez).
Una revelación alcanza para hacer de ese bienestar y círculo de confort la peor pesadilla y a partir de ese instante alimentar todo tipo de fantasmas en Cecilia, que incluyen el de la culpa a la vez que da rienda suelta al instinto de supervivencia ante amenazas latentes.
Todo lo que sucede en los noventa minutos de la trama transita por una ambigüedad interesante que el realizador logra sostener gracias a la predisposición de Elisa Carricajo, cuya ductilidad a flor de piel se amalgama perfecto en un rompecabezas de emociones controladas y disparadas a partir de sutiles detalles, donde el terror subjetivo se conecta desde la puesta en escena con una pseudo objetividad.
Como lo indica su título, la idea central de esta película obedece a la deconstrucción del término “común” ligado a la variable constante de que los hechos se repiten como una norma cuando en la realidad, en la suciedad del mundo de hoy, deberían verse u observarse como la excepción.