Extraña pareja en problemas
El encuentro fortuito entre un ferretero típicamente argentino y un inmigrante chino recién llegado al país es la excusa para una comedia que explota las diferencias culturales y los problemas de idioma, pero sobre todo el carisma de su protagonista.
A esta altura del partido, Ricardo Darín es indiscutiblemente “el” actor de cine de la Argentina. Como pocos de sus coterráneos, es capaz de regenerar su persona cinematográfica en infinitas variaciones de cierta tipología reconocible, como un primo lejano que volvemos a ver de tanto en tanto y que cada vez es diferente, pero siempre fiel a sí mismo. En Un cuento chino, Darín se transforma en Roberto, un ferretero de barrio cerrado a las relaciones humanas, malhumorado y arisco, obsesionado con su colección de recortes de prensa de historias estrafalarias. Cruza entre la introversión del taxidermista de El aura y la empeñosa bondad del abogado de El secreto de sus ojos, su Roberto es un estereotipo costumbrista al cual el actor logra darle la carnadura de un ser humano. No es poca cosa, particularmente en una película que se resiente por una estructura esquemática y previsible desde la segunda secuencia, luego de que una vaca caiga del cielo en China y el film encuentre al ferretero contando clavos. Literalmente.
El tercer largometraje de Sebastián Borensztein –luego de La suerte está echada y la inédita en la Argentina Sin memoria, thriller rodado en México– elabora su relato y sucesión de gags alrededor de una única idea: los cambios introducidos en la vida del protagonista a partir de un encuentro casual. O predestinado, dependiendo del gusto del espectador. El mismo día de los clavos contabilizados, Roberto rescata de la calle a Jun (Ignacio Huang), un ciudadano chino que no pronuncia palabra alguna de español. Luego de una serie de vanos intentos por encontrar a ese pariente que Jun está buscando con desesperación, la extraña pareja terminará conviviendo temporariamente, con el consiguiente descalabro en la metódica y gris vida del comerciante.
Un cuento chino transita por los caminos que el lector ya estará adivinando: las diferencias culturales, la imposibilidad de la comunicación a través del lenguaje, el malhumor creciente de Roberto ante el inesperado y rotundo cambio de rutina. Agréguesele al guión una mujer enamorada del ferretero (Muriel Santa Ana), quien no parece cansarse de sus constantes desaires, un trío de secuencias fantásticas arruinadas en parte por el uso de los efectos digitales y una serie de personajes secundarios diseñados para contrastar con Roberto por la vía del humor (un policía violento, un par de burócratas de la embajada china) y se tendrá una idea del dispositivo narrativo central de la película.
A medida que la historia se acerca a su desenlace, el componente dramático va ganando peso y el film adopta un tono entre didáctico y moralista. Poco aporta un flashback que intenta explicar las razones del carácter taciturno de Roberto a partir de un trauma del pasado, recuerdo que relaciona la muerte de su padre, un inmigrante italiano, con su participación como soldado en la guerra de Malvinas. Con su puesta en escena funcional dictada por el movimiento de los actores en cuadro, Un cuento chino comienza a parecerse más temprano que tarde al piloto de una serie de tv que podría llamarse, por qué no, “El Tano y el Chino”.
Los mejores momentos son aquellos en los cuales la relación entre los protagonistas se resuelve mediante gestos y miradas. En ese sentido, merece destacarse la no inclusión de subtítulos en las recurrentes líneas de diálogo en mandarín –que arruinarían parte de la gracia del film– y la construcción de un personaje alejado de los clisés étnicos: tal vez Jun sea el primer chino no estereotipado en una película argentina con ambiciones populares y masivas.