Obligados a entenderse
Hay una fórmula aplicada con frecuencia por el cine de Hollywood: dos personajes de características opuestas que aprenden dificultosamente a aceptarse. Una horma cómoda para los guionistas y sin dudas ilusoria, tranquilizadora para el público, que siente que las diferencias siempre pueden zanjarse.
No es para desdeñar el uso de esta receta en nuestro cine, teniendo en cuenta la esquiva capacidad para la tolerancia de los argentinos. Más aún, cuando, como en este caso, uno de los personajes es un inmigrante oriental sin trabajo. Proponer a esa especie de encarnación del argentino medio en que se ha convertido Ricardo Darín ayudando –de mala gana pero convencido de que debe hacerlo– a un extranjero perdido en Buenos Aires, casi sin mediar expresiones discriminatorias de por medio, no es poca cosa.
Las previsibles complicaciones de Un cuento chino derivan, principalmente, de la ardua comunicación entre estos dos personajes que no comparten el mismo idioma y de las reacciones que despierta la presencia del joven chino. El encuentro es simpático, más que nada por el buen desempeño actoral de Ricardo Darín e Ignacio Huang, que hacen creíbles y queribles a sus personajes. El de Darín, además, se sostiene con una elaboración acertada de su ámbito cotidiano: su ferretería, su casa, sus hábitos y manías. Hay disfrutables chispazos de gracia en escenas como la de la cena o la del enojo de Roberto (Darín) en la Embajada de China.
Es indudable que el guión, escrito por el propio director, Sebastián Borensztein (1963, Buenos Aires), reúne demasiadas casualidades, y que Roberto parece, por momentos, un remedo del Michael Douglas de Un día de furia (1993). Es cierto, también, que no está bien definido el personaje de la amiga enamorada que compone Muriel Santa Ana (no queda claro si es tierna, ingenua, cargosa o estrafalaria, o todo eso junto) y que no hay sutileza ni en los inserts con las situaciones que Roberto imagina ni en la forma en que se deja al descubierto la negligencia de algunos organismos e instituciones. Asimismo, hay un uso bastante precario del plano-contraplano, desniveles en la fotografía y convencionalismo en la música, marcas por las que el film de Borensztein trae el recuerdo de ciertas películas argentinas de los ’80 (Malayunta, Chechechela y otras).
Un cuento chino tiene, sin embargo, algo a favor: su modestia de intenciones. El modelo pareciera ser el cine de Juan José Campanella, con una narración clásica y situaciones tragicómicas que logran involucrar al espectador, pero no hay aquí pretensiones de trazar semblanzas sobre la nacionalidad (la referencia a la guerra de Malvinas es caprichosa pero respetuosa), ni ambigüedades morales en el protagonista (arisco pero honrado), ni políticos o empresarios en quienes depositar la desconfianza para dejar a salvo la integridad de la clase media argentina, ni exaltación de lugares comunes que se suponen representativos de lo que somos.
Si estos méritos no logran engrandecer el film es por la opacidad formal ya señalada y por el forzado condicionamiento a sus premisas: los protagonistas deben entenderse, los espectadores deben entender. En pos de esos objetivos, Un cuento chino termina resultando un producto, aunque honesto, poco adulto y demasiado simple.