Caballo de tergopol
Roberto (Darin) es un hombre solitario, parco, retraído, obsesivo, alguien que le esquiva a toda vida social. Atiende una ferretería en un barrio, negocio heredado de su padre, y vive en la casa familiar, de recuerdos. Colecciona noticias extraordinarias, de esas que salen en los diarios y resultan asombrosamente increíbles. Un día se cruza por azar con Jun (Huang), un chino que no sabe español y está perdido en Buenos Aires buscando a su tío, y entonces su vida se volverá una de esas noticias que archiva.
Sebastian Borenztein en su segunda película Un cuento chino construye una comedia dramática que lo único que consigue con facilidad es el golpe de efecto y a la que se le nota la necesidad de alcanzar la empatía y la identificación con el espectador. La recurrencia a la puteada y la burla al Otro, en su diferencia, parecen ser la única manera que el guión encontró como causantes de la risa y el humor. Y esto se pone en evidencia en la misma película si comparamos la escena de la comida en casa del primo de Mari (Santa Ana) donde por única vez un personaje trabaja los clisés y los lugares comunes desde su misma ignorancia y chatura (lo que habla más de quien habla que de quien se habla) y provoca una distancia reflexiva y la consiguiente risa. En el resto todo apunta a conformar (tanto en su acepción de construcción como de tranquilidad) un personaje clasemediero argentino, que se cree ético, se muestra eternamente quejoso y malhumorado y sólo guarda una enorme violencia contenida que se patina de justicia (mal entendida) y sin ningún tipo de distancia le guiña un ojo al espectador. Obsérvense las escenas con el comprador que lo configuran como un supuesto molesto que el vendedor debe soportar y en verdad es un cliente que tiene todo el derecho de pedir cada una de las cosas que pide y la puesta intencionalmente hace olvidar semejante obviedad.
Tal como nos quiere hacer creer que nos estamos riendo con el Otro y no del Otro, algo que es fácilmente rebatible a partir de todos y cada uno de los procedimientos utilizados. Y es una falla más criticable porque sobrevuela una idea interesante en la cinta que procura dar cuenta de cómo lo imposible y lo extraño puede plantarse delante de nuestros ojos y volverse real, cómo un objeto de lectura se puede tornar un sujeto de carne y hueso, pero sólo lo plantea para quedarse en la superficie que significa, apenas, avalar lo bienpensante y lo políticamente correcto.
Si la comedia resulta facilista, el drama se vuelve justificador y cretino. Cuando Roberto ya se convierta en nuestros ojos, -soportemos o no su manera de ser, nos divierta más o menos su actitud-, el filme casi en un último giro (mejor sería llamarlo derrape) nos presenta la explicación que pretende sellar nuestra alianza con el protagonista. Y el echar mano a una parte tan sensible de nuestra Historia para conseguirlo es mezquino y ruin. Y entonces, y a la par, se busca: la lágrima de la buena conciencia y el esperable final feliz.
¿Cómo no leer en la elección de Ricardo Darín, -“el” actor del cine nacional- y más allá de su reconocida ductilidad de la que vuelve a hacer gala con sutilezas, gestos y pequeños detalles corporales, una nada inocente designación para desarrollar tal papel?
Quizá, con exageración, al finalizar el visionado pensé qué diferencia existía entre una cámara sorpresa de cierto exitoso programa de televisión y Un cuento chino. Pretender que la diferencia está puesta en Borenztein y Darín es entrar en la lógica que maneja esta producción. No es verdad que las mejores intenciones y las historias dolorosas permitan, expliquen y justifiquen cualquier arbitrariedad y tampoco cualquier accionar. Alguna vez aprenderemos.