Figura y fondo
Primero, Darín: indudablemente, un actor de una sabiduría superior a la media. Un ejemplo para que lo comprueben al ver la película: cuando maneja el coche, en el primer intento de dejar al chino que le cayó como peludo de regalo, el gesto exhibido de malhumor y ansiedad por llegar, casi como adelantándose al volante, es perfecto. No es un gesto ampuloso sino sutil, pero muy concreto. Darín sabe ser sutil con el movimiento de los músculos faciales, de las manos, de los hombros (su actuación en El aura es un milagro de expresividad asentada en sus hombros caídos, sin confianza), y también sabe que el más mínimo exceso enfático en el gesto –en un arte netamente amplificador como el cine– puede llevar todo para el lado de la caricatura. En la sabiduría actoral de Darín, en su fotogenia, en su prestancia, descansa la gran fortaleza de Un cuento chino (hay que decir que Muriel Santa Ana e Ignacio Huang interactúan con él de manera fluida; es más, si la cinematografía argentina tuviera una producción sostenida de comedias románticas, Santa Ana debería ser una de las estrellas del género). Darín es, sin duda, un recurso natural de altísimo valor para el cine argentino.
Vamos ahora a la película que rodea a Darín. Sí, es prolija; sí, es profesional; sí, hoy en día –a diferencia de lo que ocurría en los ochenta– el cine argentino se ve bien y se escucha correctamente. Y en este caso hasta se usan, sin grandes patinazos, efectos digitales. Pero esos logros globales no conllevan, en este caso, otros logros de eficiencia industrial, de –digamos– solidez. El argumento de Un cuento chino es raquítico, y a partir de un punto demasiado temprano (con el fin del planteo, que es sencillo, básico, y esto sin ánimos de mucho denuesto) la película gira en falso. En el relato de la relación entre Roberto (Darín) y Mari (Santa Ana) –luego de un primer flashback de perfecto timing–, se puntúa una y otra vez lo mismo, de forma redundante, y a la tercera o cuarta vez que Mari “le tira los perros” sin éxito deseamos algún tipo de novedad en la situación, otro enfoque, variedad en los recursos humorísticos o narrativos. Algo similar sucede en la relación entre Roberto y el chino Jun. Afortunadamente, la película no abusa del recurso “qué gracioso es que un ser humano hable otro idioma” y hay cierta sobriedad en la exposición de “las diferencias culturales” (menos en los diálogos ramplones de la noche del puchero). Pero a partir de la mitad del relato, sin grandes novedades en la historia de amor ni en la relación entre Roberto y Jun, la película se empantana, y ahí los defectos se hacen más evidentes (la vuelta del unidimensional personaje del policía es un manotazo de ahogado demasiado grueso). Si –como en este caso– se van a imitar varias de las fórmulas del cine americano (secuencia de montaje incluida), hay que aprender de él y crear buenos personajes secundarios, que aquí son apenas maquetas, como si necesitaran reconocimiento inmediato de un público distraído, algo más acorde con el consumo televisivo. Y sobre el final, en lugar de confiar en recursos ya probados que aireen el relato (alguna buena set-piece cómica, al menos una canción), Un cuento chino apela a flashbacks tan simplones como anticlimáticos, y que plantean nuevas líneas argumentales que, a esa altura, sólo pueden ser presentadas de forma cerrada y yerma, y que caen como yunques. De todos modos, la película de Sebastián Borensztein está muy lejos de los exponentes más berretas del cine seudo industrial argentino pero, para tener brillo propio, lo que necesitaba esta película profesional –de concepto de venta y marketing profesionales, de perfecto afiche profesional y de perfecto jueves de estreno–, era hacernos creer (como nos lo hizo creer con esplendor Bielinsky, como nos lo hace creer en ocasiones Campanella) que sus amplias aspiraciones de taquilla tienen un correlato en la propuesta, en el armado, en un trabajo más enjundioso, en una visión expresiva menos anodina.